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jueves 28, marzo 2024

Ciudadanos enfadados

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Ya lo sabíamos pero Cáritas nos lo ha dicho recientemente con cifras en su último informe: la pobreza crece. El número de personas que solicitan ayuda se ha multiplicado por tres en los últimos cinco años. Y no sólo eso: los pobres de hoy son mucho más pobres que los de hace un lustro.
Paralelamente, en la medida en que el número de personas sin recursos no deja de crecer, empequeñece la red pública de servicios sociales, que cada vez dispone de menos para repartir entre más. Como consecuencia, cuando el desempleo se hace de larga duración, las prestaciones se terminan y el respaldo familiar se agota, queda poco o nada a lo que recurrir. Si además se minimizan los servicios de asistencia social, el riesgo de pobreza extrema y exclusión social es alto.
Basar la gestión de esta crisis únicamente en políticas de recortes no convence a los ciudadanos, que ven cómo su poder adquisitivo y sus posibilidades de futuro van mermando mes tras mes, sin que se atisbe un destello de solución o al menos algún signo positivo que indique que el sacrificio tan tremendo que se está pidiendo al país sirve para algo. Y en este contexto de dificultades, recortar en lo social supone forzar a los más vulnerables a entrar en una espiral de la que se sale con mucha dificultad, y que hay que evitar a toda costa. Permitir que la exclusión social se extienda y se cronifique es un riesgo de consecuencias humanas terribles, que dejará una fractura social de la que tardaremos mucho en recuperarnos.
Nuestro país heredó del franquismo una muy pobre dotación de recursos para la protección social, y si bien con los primeros años de la democracia se pusieron en marcha iniciativas para dar grandes pasos, el fallo ha estado tradicionalmente en la financiación. El último ejemplo lo tenemos en la Ley de la Dependencia, coja desde su nacimiento por una deficiente dotación y gestión de los fondos, y que ahora, aprovechando la marea, recibe el hachazo definitivo para quedarse en unos mínimos que, de ser algo, son una ridiculez.
Por tanto, si a las enormes dificultades que ya trae consigo esta dichosa crisis le añadimos el abandono por parte del gobierno de su máxima responsabilidad para con los ciudadanos, que es ni más ni menos que tratar de garantizar por todos los medios los derechos que nos reconoce la Constitución, el resultado no puede ser más que desastroso. No hay legitimidad posible para un gobierno, sea el que sea, que sistemáticamente ignora las directrices de nuestro Estado de Derecho.
En consecuencia, no habrá reconocimiento de ningún tipo por una gestión que: uno, no da ningún resultado, y dos, está hundiendo a las clases medias y directamente enterrando a las más desfavorecidas. Lo que sí hay es un número creciente de ciudadanos traicionados, enfadados y muy cansados de sacrificios vanos mientras se amnistía a las rentas altas, y a los que les duele especialmente el abandono en los servicios básicos y el desmantelamiento de la red de protección social.
Nadie se extrañe de que, cada vez más, que existan ciudadanos que entiendan ciertas formas de desobediencia civil ya no como desacato, sino como vía para ejercer la responsabilidad individual, y quizá una de las pocas maneras de defender a la sociedad de los tremendos ataques que está recibiendo.

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