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viernes 19, abril 2024

Justicia a la deriva

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En apenas un año de gestión hemos podido constatar el modelo de sistema judicial que propugna el Partido Popular y comenzamos a padecer sus consecuencias.

El mérito que le asiste es, a su vez, haber puesto de acuerdo prácticamente a todos los operadores jurídicos y a las diferentes asociaciones, colegios profesionales y corrientes en que se agrupan. Pero, como dice el verso de Borges, no une el amor sino el espanto; en este caso, la pesadilla de ver a la Administración de Justicia y al Poder Judicial sometidos a un marco regulador que devalúa su papel constitucional, que impide solucionar pacíficamente las controversias propias de una sociedad compleja y que erosiona su capacidad de control de las decisiones de los poderes públicos.
Tres son las características que, a la luz de las decisiones adoptadas, definen el modelo de justicia del PP. En primer lugar, es un modelo punitivo, sostenido casi exclusivamente en el endurecimiento de las obligaciones y sanciones impuestas a los particulares. En materia de política criminal, impulsando el populismo correctivo, primando la función retributiva del Derecho Penal, supeditando cualquier perspectiva de prevención del delito y de reinserción al deseo prioritario de castigar y trayendo al Código, con la reforma en curso, figuras ajenas a nuestra tradición jurídica democrática, como la cadena perpetua –aunque se le tilde de revisable, es lo que es- o la custodia de seguridad. En materia tributaria y administrativa, estableciendo nuevos gravámenes no precisamente equitativos, extendiendo las facultades sancionadoras a despecho de las necesarias garantías, situando al sujeto pasivo como sospechoso habitual a ojos del poder público y horadando las garantías en el procedimiento administrativo, a la par que, con el deterioro en el funcionamiento de la propia Administración –consecuencia inmediata de los recortes-, aumentan los supuestos de vulneración de derechos de los sometidos a su actuación.

El mérito que asiste al Partido Popular es haber puesto de acuerdo prácticamente a todos los operadores jurídicos y a las diferentes asociaciones, colegios profesionales y corrientes en que se agrupan.

En segundo lugar, es un modelo retrógrado, que pretende retornar a principios de democracia orgánica y corporativismo en la organización y gobierno del poder judicial, de forma ajena al resto de poderes del Estado; y que, además, no contenta ni siquiera a los propios jueces primeramente concernidos. Es significativo que, en lugar de analizar los seculares problemas que aquejan al Consejo General del Poder Judicial, lo que se propone es reducir significativamente el papel de este órgano de gobierno, restándole efectividad, con la demagogia por bandera –con la inestimable ayuda del asunto Dívar- al pretender que sus vocales se encarguen de sus funciones poco menos que en sus horas libres.
Y en tercer lugar el modelo de justicia hacia el que avanza el PP es el de una justicia elitista, alejada de cualquier criterio de servicio público. A los malos precedentes de restricciones en el acceso a los recursos adoptadas en las sucesivas reformas de las leyes procesales, se une ahora la Ley 10/2012, de tasas en el ámbito de la Administración de Justicia, que restringe la puerta de entrada al Palacio de Justicia en función del tamaño de la cartera del justiciable, que desincentivará la defensa de los derechos por los particulares ante cualquier conflicto, que animará la privatización de la resolución de controversias de una forma menos eficaz o menos ecuánime y que generará una amplia sensación de frustración y desamparo en quien, ante lo que considere un abuso o una vulneración de sus derechos encontrará fuertes dificultades económicas –las que más duelen en estos momentos- para obtener reparación. Si a esto se suma la precariedad generalizada de medios en el sistema, los recortes de personal al servicio de la Administración de Justicia o la menor tasa de jueces por habitante respecto al resto de países de la UE, el escenario de indefensión práctica es sencillamente aterrador.
El Estado de Derecho, en la definición clásica, es la suma del imperio de la ley –y no del poderoso o del gobernante- y de la revisión judicial, tanto de las decisiones del poder público como de las conductas de los particulares cuando afectan a un tercero. Si invocar el Derecho eficazmente será estricta cuestión de capacidad económica y el poder judicial encontrará dificultades notables para ejercer su función, ya sabemos cómo no podremos calificar a nuestro sistema de ahora en adelante.

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