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jueves 28, marzo 2024

La hora de los utopistas

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Las utopías han existido a lo largo de los tiempos, con mayor o menor huella, conocimiento público y pretensiones reales por sus creadores de llevar a cabo los proyectos o de, al menos, dejar en el debate de ideas constancia del sueño de alcanzar un mundo mejor. Precisamente se fabula para, como es propio del género, dejar una enseñanza moral. La reflexión abstracta sobre qué clase de comunidad construir con los materiales de cada época, a medio camino entre la filosofía y las ciencias sociales, ha sido siempre necesaria, sobre todo en tiempos de confusión. Algunos fueron más allá queriendo materializar la creación teórica, gestando experiencias de lo más variopinto, desde la New Harmony (Indiana, EEUU) de Robert Owen al falansterio fourierista de Colonia Hughes (Argentina).
El hecho de que el número de hipótesis utópicas, con fortuna desde el punto de vista de su conocimiento histórico (no así de sus resultados), se concentre en las épocas en las que irrumpen revoluciones en las aplicaciones productivas y sociales de las ciencias, y en la que se ponen en cuestión todas las formas de organización y actividad económica, no es casualidad. Ante las tribulaciones provenientes de los cambios sociales y de las formidables innovaciones técnicas, se abría la puerta a diseñar desde cero mundos mejores o transformados de raíz mediante las ciencias y la teoría política. Episodios posteriores son la metamorfosis de las utopías socialistas en el llamado «socialismo científico» o la desconfianza en los cambios aparejados a la mecanización y la sociedad de masas, generando las distopías (la «Metrópolis» de Fritz Lang o el Ingsoc orwelliano de «1984», entre tantas) en las que los seres humanos son poco más que hormigas y engranajes de un sistema que les sojuzga y les priva de personalidad. En la distopía también se fabula, aunque se hace en este caso para alertar de lo que viene y encontrar la vacuna al totalitarismo y a la corrupción de la identidad humana.

El hecho de que el número de hipótesis utópicas se concentre en las épocas en las que irrumpen revoluciones y se ponen en cuestión las formas de organización y actividad económica, no es casualidad.

De la tradición utopista nos quedan hoy muchas trazas de toda especie, desde la consideración de Tomás Moro por la Iglesia Católica como santo patrón de los políticos y gobernantes hasta las ensoñadoras invocaciones de la letra de «La Internacional» que todavía se canta por algunos partidos, pasando por la utilización en el debate público del adjetivo «utópico» con ánimo despectivo hacia las tesis del oponente. Lo inesperado es que, también en la actualidad, la acumulación de invenciones, aplicaciones prácticas de éstas y su efecto revolucionario en la sociedad de nuestro tiempo abre de nuevo toda clase de especulaciones sobre cómo será un día de mañana, cercano, que posiblemente viviremos, pero que será sustancialmente diferente de nuestro mundo actual. La forma de comunicarse, relacionarse, producir, acumular, consumir, organizar el poder, decidir y, si me apuran, vivir y morir, están en juego con cambios radicales que vienen de la mano de la tecnología. Un mundo en el que multitud de trabajos –incluso aquellos no mecánicos- están llamados a fenecer, en el que la acumulación de capital puede alcanzar cotas inimaginables, en el que la automatización y la inteligencia artificial ocuparán espacios hasta ahora insospechados, en el que la información y el conocimiento no vendrán necesariamente del aprendizaje, en el que la ciencia genética permite abrigar ideas hasta hace poco disparatadas, se abre ante nuestros ojos a una velocidad que deja en la obsolescencia saberes y técnicas antes incluso de que hayamos sido capaces de dominarlos.
En la arquitectura social, nada está preparado para este avance y todo se construye a medida que la realidad se impone, sin previsión posible alguna, reflexionando sobre situaciones o tratando de regularlas cuando ya están en camino de ser superadas, convirtiendo en ineficaces instrumentos de organización, normas y valores a los que hasta ahora se había recurrido. Andamos a tientas igual que los utopistas del siglo XIX lo hacían mientras la máquina de vapor transformaba la producción, alteraba la composición de las clases sociales, alumbraba descubrimientos y redefinía el mundo. Aunque sepamos que sólo sea para especular sobre el futuro, destacar los principios que deseamos que prevalezcan, filosofar sobre nuestra naturaleza en este nuevo contexto y para diseñar teorías que preserven el acervo de los Derechos Humanos como piedra angular de todo lo que se construya, merecerá la pena alentar la reflexión utópica pura que, al igual que en el pasado, nos ofrezca orientaciones útiles desde el punto de vista moral y el deseo de emplear el progreso científico para el bien común.

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