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viernes 19, abril 2024

Hartos de violencia policial

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A la vista de los acontecimientos de los últimos meses cabe comenzar a cuestionarse si el proceder general de los cuerpos de seguridad, y en particular de los llamados antidisturbios, es el propio de un sistema en el que el ejercicio monopolista de la fuerza por el Estado se supone sometido a controles y limitaciones.

La intensificación de actuaciones desproporcionadas, estrictamente violentas y fuertemente desestabilizadoras por parte de agentes de estas fuerzas de intervención ya no es un desagradable episodio pasajero o un exceso puntual en un momento de tensión; se está convirtiendo en práctica habitual y parte del ritual asociado a las movilizaciones sociales. No se trata sólo de ejemplos que causan estupor y rabia, como la actuación policial el 25 de septiembre en la Estación ferroviaria de Atocha (imborrable el grito ¡vergüenza! de uno de los viajeros indignados mientras protegía a otro) o la agresión a un joven de 13 años –y a los que protestaron- por mossos d´esquadra en Tarragona el 14 de noviembre. El desafuero de agentes llamados a contener situaciones de riesgo, pero que en no pocas ocasion las agravan o directamente las desencadenan es casi cotidiano cuando se produce una manifestación de cierta envergadura. Correríamos el riesgo de acostumbrarnos si no fuese porque cada atropello que presenciamos enciende nuestra conciencia de ciudadanos reacios a transigir con abusos intolerables.
Nadie duda de la dificultad de las situaciones a las que se enfrentan estos agentes y pocos cuestionarán que el interés público puede exigir en determinados escenarios medidas de contención que comporten el uso proporcional de la fuerza. Pero estamos cada vez más lejos de un estándar razonable y, por ello, procede preguntarse por el tipo de formación, de órdenes y de estrategias de respuesta bajo las que se forma y se dirige a estas unidades especializadas. Porque junto a la proliferación de la brutalidad ha florecido su abierta justificación, incluso desde las propias instituciones. Unida a la ausencia de medidas disciplinarias frente a las malas prácticas, alimenta el cóctel perfecto en el que germina la impunidad y comienza una escalada de incierto final.

El camino que estamos recorriendo con rapidez lleva de regreso a épocas en las que el uso arbitrario de la fuerza, los tratos crueles, inhumanos y degradantes y el abuso de autoridad eran moneda corriente de cambio.

Si a esto se suma la pretensión del Gobierno de criminalizar la resistencia pasiva, impedir las grabaciones y fotografías a los agentes -que es lo que hasta ahora nos está permitiendo conocer la magnitud del problema- y tratar de situar en la esfera de la marginalidad a quien pretenda hablar con claridad de la creciente violencia policial a la que nos enfrentamos, se adivina que el camino que estamos recorriendo con rapidez lleva de regreso a épocas en las que el uso arbitrario de la fuerza, los tratos crueles, inhumanos y degradantes y el abuso de autoridad eran moneda corriente de cambio.
Amnistía Internacional o Human Rights Watch, entre otras organizaciones sociales prestigiosas, están dando la voz de alarma, tratando de que tanto la sociedad española que lo sufre como la propia comunidad internacional que lo contempla con preocupación ejerzan la presión necesaria para detener esta espiral. Lo que está en juego no es sólo (lo que ya sería bastante motivo para la advertencia) que a un manifestante lo dejen henchido de ira –por la humillación, sobre todo- y con un toletazo de regalo por cruzarse en medio. Estamos ya en otra dimensión, no precisamente halagüeña, donde la degradación de la convivencia y el pisoteo de la dignidad colectiva comienzan a ser parte de nuestra vida cotidiana. Un país en el que, si no lo evitamos, cada día será más difícil reconocerse.

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