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martes 19, marzo 2024

En busca de la seguridad perdida

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Puede que en unas semanas tengamos la percepción de que lo peor de la pandemia del Covid-19 ha pasado, y que, despertando de un mal sueño, estemos en condiciones de retomar algo parecido a lo que ahora evocamos como “la vida normal” de hace más bien poco. Pero lo más seguro es que la nueva normalidad vaya a ser poco halagüeña, por decirlo suavemente. Y no sólo por las dificultades económicas asociadas al frenazo en seco de la actividad y los aprietos que haya para retomarla, sino también por el legado indeleble que este episodio está deparando: el desvanecimiento de la noción más básica de seguridad, en un sentido amplio del término.

En efecto, a pesar de los problemas de la vida cotidiana, a veces severos, construimos nuestros proyectos sobre la base de una serie de certezas que se están evaporando una tras otra. La primera, que pasaba casi desapercibida para la mayoría, era que podíamos aspirar a un cierto nivel de salud individual y colectiva, y que si teníamos la mala fortuna de tener que afrontar la enfermedad personal o la de un ser querido, contaríamos con medios para, al menos, dar la batalla. La segunda, una noción de la muerte como algo obviamente inevitable pero que, durante una buena parte del recorrido vital, se dibujaba como un espectro lejano, casi intangible, sólo apenas perfilado. La tercera, que la libertad personal y la disposición a construir con esfuerzo el propio futuro, eran una garantía y un instrumento para el progreso, sin ataduras tan fuertes ni cargas tan pesadas como para anular la vocación de avanzar o reducir nuestro espíritu al de la hormiga. Y, la cuarta, aquella cuya pérdida es la más dura de todas y que afecta sobre todo a quienes tenemos hijos, era que, con denuedo, seríamos capaces, entre todos, de conseguir un entorno mejor para que la siguiente generación pudiese crecer, desarrollarse y tomar, en su momento, el testigo en las mejores condiciones posibles.

«Armémonos con toda la paciencia disponible y vayamos preparándonos para desenvolvernos en un mundo bien distinto del que dejamos atrás cuando cerramos la puerta de nuestra casa, el 14 de marzo»

Todas esas seguridades y esperanzas de ayer se muestran hoy difusas y evanescentes. La posibilidad de que el impacto de la pandemia se prolongue en el tiempo y azote en diversas oleadas parece una hipótesis probable, y en todo caso habrá que prepararse seriamente para la siguiente, no en vano antes del Covid-19 ya hubo avisos bastante graves (SARS, MERS, gripe aviar, etc.) de que un problema así no era ni mucho menos imposible y ya no hay certeza alguna de que no se repita. En un trance como éste, la Parca ha tocado a gente que conocíamos directamente, con mayor o menos grado de cercanía, y su mera sombra es una desagradable e inquietante presencia. La libertad personal ha quedado sumergida en un confinamiento aplicado sin contemplaciones ni respiros, difícil de soportar cuando no se tiene la fortuna de contar de un trozo de verde, una terraza o suficiente superficie en tu vivienda; y las medidas de control de población, geolocalización y similares tienen, por otra parte, visos de superar la transitoriedad para quedarse. A su vez, tenemos que adquirir aprisa y corriendo destrezas en la instrucción de nuestros hijos, y no hablo en absoluto de suplir la labor del profesorado (la gran mayoría del cuál además hace lo que puede con la enseñanza on-line) sino de prepararles para un mundo mucho más áspero y difícil del que habíamos columbrado y para el que nosotros mismos no estamos en absoluto capacitados.

Tendremos que aprender colectivamente, sin embargo, que seguridad es también, o lo será más a partir de ahora, medir el riesgo y convivir con él. El panorama de medidas restrictivas, desde luego, no es sostenible por tiempo indefinido, y, aunque se supere el momento crítico inicial, el escenario sanitario global para los próximos meses se presume muy complicado. Es impensable, y posiblemente contraproducente a medio plazo, mantener durante meses la situación actual, renunciar a la actividad educativa y productiva ordinaria, admitir la ruina económica y sus estragos y esperar que aprendamos a vivir como prisioneros domiciliarios o bajo vigilancia permanente, en aras de una seguridad sanitaria que, al menos durante un tiempo prolongado, no se parecerá ni por asomo a la de antes. La excepcionalidad de las medidas debe venir regida por la proporcionalidad acorde a las circunstancias de cada sitio (no en todo el territorio deberían aplicarse necesariamente las mismas medidas ni la misma duración) y planteadas con un horizonte temporal razonablemente limitado, porque de lo contrario pasaremos un punto de no retorno en la destrucción que el confinamiento causa.

Entre tanto, armémonos con toda la paciencia disponible y vayamos preparándonos para desenvolvernos en un mundo bien distinto del que dejamos atrás cuando cerramos la puerta de nuestra casa, el 14 de marzo.

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