Elba se acercó de un salto, agarró la cadena de la campana con ambas manos y comenzó a dar numerosos golpes al pesado instrumento. Cada campanada parecía producir un efecto devastador en los oídos del Nuberu, que se llevaba las manos a la cabeza y se tambaleaba aturdido mientras retrocedía y arrastraba las nubes consigo enmarañadas en su barba.
—¡Vamos Elba! ¡Sigue así!— exclamó Ager con voz triunfante mientras apuraba una gran ola con su maniobra de timón para avanzar en la dirección opuesta al gigantesco Nuberu.
Elba continuó golpeando la campana con la cadena mucho tiempo después de que el gigante de las tormentas se alejara por el horizonte. Desapareció rodeado por nubes blancas justo al tiempo en que la calma repentina del mar trajo de nuevo silencio y oscuridad. Ambos se miraron y se dieron un abrazo de consuelo mutuo antes de caer rendidos por el agotamiento.
Elba tuvo la extraña sensación de que aquella no era la primera ocasión en la que Ager se topaba con el Nuberu, aunque evitó hacer preguntas al respecto, porque ella misma no se veía capaz de responder a sus propias incógnitas y temía indagar de algún modo en lo más profundo de los recuerdos de su amigo. La memoria de Elba parecía estar protegiéndola de algún recuerdo especialmente doloroso que obstinadamente permanecía sujeto a su mente como un pesado ancla: inmóvil y oculto bajo la superficie. Concluyó que no se atrevería a enfrentarse a sí misma por miedo a derrotarse, o peor aún, a rendirse.
Un amanecer anaranjado dio inicio al nuevo día. Las olas, casi inexistentes, invitaban a respirar el aire tibio y salado desde la cubierta del Lluz de Serena.
Elba, aún somnolienta, dirigió sus pasos al castillo de popa y mientras frotaba sus ojos pudo ver por el rabillo del ojo una mancha en el horizonte de estribor. Agudizó la vista y reconoció la silueta de una nave.
Elba y Ager se encontraron en la proa tal y como habían hecho todos los días anteriores. Esto parecía haberse convertido en una especie de costumbre matutina: observaron el horizonte con la mirada perdida y en silencio, para reavivar sus sentidos al mismo tiempo que despertaba el alba. Se encontraban exhaustos.
Los dos sabían que tarde o temprano tendrían que despedirse y trataban de evitar hablar de aquel asunto como si esto supusiera una enorme tristeza que ninguno de los dos estaba dispuesto a admitir. Elba, aún somnolienta, dirigió sus pasos al castillo de popa y mientras frotaba sus ojos pudo ver por el rabillo del ojo una mancha en el horizonte de estribor. Agudizó la vista y reconoció la silueta de una nave.
—¡Barco a estribor! — gritó llamando la atención de Ager.
Ager puso su mano a modo de visera y observó la embarcación.
—Son pescadores de palangre —dijo Ager pensativo —Conozco a esos hombres, he comerciado con ellos en varias ocasiones, se dirigen hacia la costa… Quizás hoy sea tu día de suerte joven Elba.
Ager tiró de un cabo para izar una pequeña bandera de color amarillo hasta lo alto del mástil, parecía una especie de señal, un código para la otra embarcación. Después comenzó a maniobrar el Lluz de Serena en la trayectoria de encuentro.
Elba no estaba preparada para despedirse de Ager aquella mañana, había disfrutado de la paz y el sosiego que la compañía de su reciente amigo le brindó a bordo del navío y la embarcación se había convertido en su propio hogar durante aquellos días. Ambos sabían que iban a añorar su complicidad y sus largas conversaciones y fue así cómo la tristeza ocupó el lugar que le correspondía. Elba miraba a Ager, lo observaba a la espera de un gesto reconfortante, pero él parecía disimular sus sentimientos mientras se hacía ver ocupado en las maniobras de aproximación y evitó mirar a Elba en todo momento.
—Ve a tu camarote y espera allí hasta que yo te llame— El tono serio de Ager no dejó lugar a réplica y Elba se encerró en su compartimiento sin rechistar. Una vez allí trató de prestar atención a todos los sonidos que pudiese captar.
Cuando las embarcaciones estuvieron lo suficientemente cerca, Elba pudo oír cómo los pescadores saludaban a Ager e incluso escuchó una risotada cordial entre ellos. Esto tranquilizó a Elba, pues no dejaba de pensar qué le depararía su inesperado destino aquel día. Dejó a un lado todas las preguntas que asaltaban su pensamiento, a sabiendas de que se resolverían en los siguientes instantes. Continuó prestando atención a lo que sus oídos revelaban y asomó la vista por el ojo de buey. Resultaba evidente que los hombres en cubierta estaban intercambiando mercancías. Cuando el ruido del trasiego se detuvo, pasaron unos minutos que a Elba le parecieron eternos. Supuso entonces que Ager debía de estar hablando con el patrón de la otra embarcación acerca de ella.
Cuando el ruido del trasiego se detuvo, pasaron unos minutos que a Elba le parecieron eternos. Supuso entonces que Ager debía de estar hablando con el patrón de la otra embarcación acerca de ella.
El sonido de los lentos pasos de Ager al acercarse revelaba un andar pesaroso, como si Ager tratase de retrasar lo más posible aquel momento. Abrió la puerta del camarote y disimulando su gesto sombrío con una cálida sonrisa dijo sin más:
—El Patrón ha accedido a llevarte a tierra —sus ojos brillaban mientras trataba de contener las lágrimas —, recoge tus cosas y sube a cubierta, te están esperando.
Ager dio media vuelta sin esperar respuesta alguna y ascendió los escalones de la escotilla mucho más rápido que cuando bajaba.
Elba miró a su alrededor para despedirse de aquel lugar donde había vuelto a la vida y subió a la cubierta del Lluz de Serena con un torbellino de sensaciones a flor de piel.
Allí esperaba Ager junto a dos hombres que la observaban con expectación.
(Continuará…)