La lucha de las mujeres por ocupar su lugar en el mundo no conoce descansos. Siempre ha habido que pelear contracorriente. Unas veces contra la violencia y contra el sometimiento; otras, contra la indiferencia, el paternalismo o la condescendencia. Siempre contra algo. A lo largo de la historia las mujeres han sido ciudadanas sin voto, compañeras sin voz, criaturas sin alma, trabajadoras sin sueldo, artistas sin nombre; madres que ejercen la reproducción como un deber, no como una elección, objetos y no personas. Todo junto y por partes. En distintas épocas, antes y ahora. Siempre varios escalones por debajo de la otra mitad de la humanidad, en la cara oscura de la historia.
El caso es que después de tanto tiempo, la igualdad es un derecho natural que no acaba de ser reconocido. Se han dado pasos, sí, importantes pero parciales, geográficamente limitados, estrechos de miras. Cada avance se ha peleado duramente y cada paso adelante siempre está amenazado por la regresión. Y cuando no, hay que batallar contra la fuerza de la costumbre, ésa que silenciosamente normaliza actitudes y comportamientos que, sin ser extremos, sí contribuyen a perpetuar un desequilibrio inmenso.
Basta con asomarse a la realidad para comprobar que queda mucho por hacer: desigualdad laboral, desigual salario, desigual distribución del tiempo, desigual reparto de tareas; la presencia en los ámbitos de decisión es reducida y el llamado techo de cristal, una realidad en el campo profesional; la violencia ejercida específicamente contra las mujeres supera en cifras a cualquier otra, y aún se cuestiona el derecho de la mujer a ejercer la maternidad por decisión y no por obligación.
Este año el día de la Mujer Trabajadora, que simbólicamente representa la lucha por la igualdad, tendrá en España un cariz distinto. Las mujeres (y muchos hombres) ya han salido en masa a la calle a manifestarse. Lo han hecho ante la amenaza de una reforma de la ley del aborto que se interpreta como una agresión a los derechos civiles, una intromisión en la intimidad y un atentado contra la democracia. Y es precisamente desde Asturias desde donde surgió uno de los movimientos más multitudinarios en este sentido: el Tren de la Libertad consiguió superar todas las expectativas, reuniendo en Madrid a una multitudinaria marea violeta. Es un signo claro de que la calle ha actualizado las luchas de generaciones anteriores y no parece dispuesta a dejarse robar derechos. Existe una sensibilidad nueva hacia lo femenino, una percepción más clara de la opresión y una conciencia decidida de que se debe avanzar, nunca retroceder. A nivel internacional, el resurgimiento del activismo en defensa de la mujer tiene distintos frentes abiertos, alguno especialmente combativo, como el que desarrolla Femen, muestra en cualquier caso de que la hartura es mucha, tanta como la necesidad de igualdad.
Precisamente ése es el objetivo. Una igualdad que respete las diferencias pero lo haga desde una mirada horizontal. En la guerra de los géneros todavía se discute desde visiones parciales: ellos defienden su territorio, ellas luchan por su parcela. Pero la humanidad como un todo va a ser más que la suma de las partes. Después de siglos con la balanza escorada, el equilibrio traerá seguro resultados sorprendentes, una combinación desconocida de cualidades y por tanto un futuro impredecible.
Ya conocemos cómo es un mundo con predominancia de lo masculino y hemos comprobado los resultados de prácticamente obviar a la mitad de la humanidad. La forma de corregir las carencias, o al menos de encaminarnos hacia ello, es equilibrar las fuerzas. Quizá así sea posible el cambio que se necesita, que se exige en la calle, que se reclama en todos los foros. Porque necesitamos un mundo más armónico en el que vivir. Por tanto, no pensemos que la igualdad es sólo un objetivo para las mujeres, porque en realidad es una necesidad de todos.