Esta ‘güeliflauta’ era una habitual del activismo asturiano, hasta que su inquietud la llevó a Brasil, donde creó el CDVDH (Centro de Defensa de la Vida y de Derechos Humanos): una premiadísima organización que revolucionó la zona luchando contra la lacra del trabajo esclavo. Ahora, de vuelta a Oviedo, es fácil verla en determinadas manifestaciones por temas sociales, mientras anda dándole vueltas a un proyecto de huertos urbanos contra la crisis alimentaria.
Lo avisa desde el primer momento: «cuidado con ciertos temas, porque me emociono y no hay quien me calle». Todo con una energía contagiosa, que se traduce en onomatopeyas salpicadas en la conversación: «Pim, pam, pum», para describir el ritmo caótico de la ciudad brasileña de Açailandia, donde estuvo quince años trabajando. «Ras, ras», para plantar lechugas en el cinturón de huertas que está planteando en Oviedo. «Uf», el contraste entre Brasil y España. Carmen Bascarán es un mar de gesticulaciones, un puro nervio; una súper abuela comprometida contra las injusticias, estén donde estén.
-Toda la vida metida en movimientos sociales. ¿De dónde te viene toda esa inquietud?
-Cada uno tiene sus motivaciones para hacer lo que hace. Las mías fueron por la fe en un evangelio que habla de justicia, liberación de los pobres, vida, etc…todo eso ampliado por otras influencias políticas y sociales hicieron que siempre intentase estar donde creí que había más que hacer. Por supuesto, a mi manera, con lo que yo soy y con lo que sé, nada del otro mundo. Eso me llevó a que después de que mis cuatro hijos se independizaran, con los estudios acabados, les dijera: «ahora vuestra madre levanta el vuelo y se va».
«Es importante decir que mucho de lo que se consiguió en el CDVDH fue gracias a la cooperación asturiana, y a Manos Unidas, que gestionó las ayudas».
-¿Por qué Brasil?
-Uno de mis hermanos, Carlos, es misionero allí y había ido a verlo dos o tres veces. En aquel momento los combonianos, que es la orden a la que él pertenece, crearon una asociación de laicos y yo me apunté para ir. Me fui a Açailandia, al nordeste del país, una ciudad que, cuando yo llegué, tenía doce años de vida. Había surgido a raíz del proyecto Grande Carajás que impulsó la creación de fundición de hierro instalándose allí cinco siderúrgicas y se había creado un nudo de comunicaciones que unía Brasilia con las dos ciudades del norte, São Luis de Maranhão y Belem de Pará. Aparecieron las carbonerías donde se hacia el carbón vegetal, la explotación salvaje de la madera… era una ciudad terrible, llena de mafias, por aquel entonces era conocida como «la ciudad de los pistoleros». Y allí estábamos Carlos, otra chica y yo, a ver qué podíamos hacer. Nos juntamos con otra gente que también tenía ganas de hacer cosas y creamos el Centro.
-Centro de Defensa de la Vida y de Derechos Humanos: es un nombre ambicioso.
-Lo llamamos así muy conscientemente, porque el valor de la vida allí era cero. Cuando se te muere un niño en brazos víctima de la desnutrición, cuando te viene un trabajador marcado como si fuera ganado… enseguida tienes muy claro qué es defender la vida y qué no.
En cuanto empezamos surgió el tema del trabajo esclavo, porque la gente te contaba cosas que se te ponían los ojos como platos. A Açailandia llegaba gente que venía sin nada, y aceptaban condiciones de trabajo terribles. Vivían peor que el ganado. Desde el principio contraían una deuda con el empresario por la compra de los utensilios de trabajo, la comida, la bebida… una deuda que era casi imposible pagar. Así que nosotros pedíamos el coche a los combonianos y nos íbamos «mato alante» a ver qué era eso del trabajo esclavo. Vivimos con ellos, nos dimos cuenta de cómo funcionaban y empezamos a trabajar con otra gente, asociaciones, todos aquellos que tuvieran una cierta sensibilidad hacia este tema; y empezamos a hacer denuncias, creamos cooperativas… Conseguimos cosas como que cuando Lula llegó al gobierno ésta fuera una de sus prioridades: se creó un Plan Nacional de Trabajo Esclavo, que incluye una lista sucia (en la cual, por cierto, según Reporter Brasil, está Inditex; existe una razón para que la ropa sea tan barata).
-La lucha contra el trabajo esclavo fue sólo la punta del iceberg.
-Nos dimos cuenta de que había que educar a los niños para que tuvieran alternativas, y empezamos a trabajar con ellos. Los cogíamos en la calle y hacíamos teatro, danza, capoeira… llegamos a tener cinco mil niños pasando por nuestras manos, muchos de ellos han estudiado. Gente que no sabía leer ni escribir cuando nosotros empezamos, hoy son abogados, administradores de empresas, profesores… Junto a eso empezamos a trabajar con las mujeres, a darles opciones para formarse, para que al menos pudieran comprar la alimentación básica. Y hoy en día es difícil encontrar en Açailandia una mujer que no esté haciendo o haya hecho algún curso de formación.
«Los mayores que venimos peleando desde hace más de cuarenta años, y vemos ahora como se destruye todo lo que con tanto esfuerzo se conquistó, no podemos llevarlo con paciencia».
-El Centro ha conseguido, entre otros reconocimientos, el Premio Nacional de Derechos Humanos dos veces.
-Y ahora dan al Centro el Premio a la Actividad Innovadora para la Defensa de los Derechos Humanos. Lo mejor es que la gente de allí asumió esto como suyo, y se creó todo un movimiento en torno al Centro de Defensa. Es importante decir que mucho de lo que se consiguió fue gracias a la cooperación asturiana, y a Manos Unidas, que gestionó las ayudas. Los primeros años el noventa por ciento del dinero venía de aquí; ahora la aportación de fuera es de un treinta por ciento y el resto se consigue en el propio país.
Esto es un trabajo de largo recorrido. Puedes coger el dinero y hacer una escuela guapísima, o un pozo, pero cambiar la mentalidad de un pueblo que estaba acostumbrado a la esclavitud y a la miseria, eso no se hace en un año ni en diez. Y se han conseguido muchas cosas, sobre todo que la gente sabe que puede luchar por sus derechos, y cómo hacerlo. Hasta el último centavo que se invirtió allí mereció la pena.
-Después de quince años trabajando en Brasil, ¿por qué decidiste volver a España?
-Coincidieron varias cosas. Una, que creo que llega un momento en el que hay que dejar que la gente vuele: ya os habéis formado, ya tenéis los instrumentos y los mecanismos para trabajar, podéis caminar solos. No es que esté desconectada, de hecho en un par de meses vuelvo para ayudar en unos proyectos concretos, pero aquello funciona ya de forma totalmente independiente. Y por otro lado mis hijos se pusieron a tener nietos, y había que ayudar. Ellos siempre me apoyaron a mí, ahora me tocaba a mí ayudarles a ellos.
-Venías de una experiencia muy intensa y muy larga, y llegas a Oviedo en 2009, antes del estallido de la crisis. ¿Cómo fue el reencuentro aquí?
-Ay. Muy difícil. Después de quince años es muy difícil retomar vínculos que se habían perdido, porque yo venía a cuatrocientos por hora, con unos mecanismos de lucha adquiridos y, tampoco es que quiera ser crítica, pero aquí las cosas se desarrollaron de una manera diferente. Las preocupaciones por vivir cada día mejor, la maldita crisis… Y claro, una va teniendo una edad, y empiezas a no encajar en ningún sitio. ¿Qué pinto yo con el 15M? ¿O con unos chavales que están haciendo una cooperativa de nosequé? Así que voy haciendo lo que puedo.
«La crisis nos hace olvidar que mientras aquí hablamos de la «primita ésa de riesgo», cada tres segundos muere un niño de hambre…»
-Se te ha visto en alguna manifestación de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, especialmente en el caso de Jorge, Amanda y su bebé, que incluyó una durísima huelga de hambre frente a las oficinas centrales de Cajastur.
-Es que esto es una desvergüenza. Toda la vida se dijo que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio, y es cierto: esos señores de la Cajastur, sentados en sus butacas, no se molestaron ni en decir: «oye, Jorge, que no te lo vamos a dar». Ni eso. Nada. Ésas son las cosas que no se pueden consentir, y yo tengo muy claro que voy a seguir trabajando para y con los sufridores de la injusticia, las víctimas de unos señores que para mí son terroristas económicos, sociales y políticos.
-De todo lo que aprendiste en Brasil, ¿qué se puede aplicar aquí?
-Se podrían aplicar muchísimas cosas. Aquí tenemos una asociación que se llama ADEPAL, Asociación por los Derechos, la Paz y la Libertad, que se creó para ayudar cuando yo estaba en Brasil, y la hemos transformado un poco para poder hacer más cosas aquí. Tenemos la idea de crear una especie de cooperativa para trabajar tierras que ahora mismo no están produciendo. No quiero hablar de huertos urbanos, porque parece que son para que los jubilados se entretengan; hablo de que la gente parada pueda comer, y lo que no se coma pueda venderse. Y eso implicará a las administraciones, por ejemplo, si el Ayuntamiento da dinero a la cocina económica para sus comedores, ¿por qué no comprar a esta cooperativa, y así dignificar el trabajo de estas personas y no les obligas a vivir de la caridad?
Que conste que esto tampoco lo hemos inventado nosotros, sino que son recomendaciones de la FAO: que las ciudades creen un cinturón de huertas, porque la crisis alimentaria está ahí. Pero las dificultades son enormes, te cortan las alas porque todo están tan medido, tan regulado… y claro, las leyes favorecen a quien favorecen. Pero bueno, la verdad es que yo para estas cosas soy muy ceñuda, tengo paciencia y sé aguantar, porque ya aguantamos en Brasil lo indecible.
«Hay poderes bien organizados que intentan paralizarnos a través del miedo, pero también hay millones de personas que cada día crean nuevas formas de desarrollo, de protección del medio ambiente, de libertad, de justicia… y no va a ser fácil paralizarlas».
-Entre todos los movimientos sociales que se han visto en los últimos meses aparecen los «yayoflautas»: gente mayor que sale a la calle porque ve cómo los derechos por los que ellos pelearon se han perdido o se están perdiendo. ¿Cómo vives este fenómeno tú, que alguna vez has bromeado con ser una «güeliflauta»?
-No, no es una broma. Creo que los mayores que venimos peleando desde hace más de cuarenta años, y vemos ahora como se destruye todo lo que con tanto esfuerzo se conquistó, no podemos llevarlo con paciencia. Hay una indignación ética que forma parte de nuestra memoria individual y colectiva, que nos empuja a decir basta a esta situación. Por eso en todas las manifestaciones la gente mayor está participando e incentivando a salir del pasotismo. Por nosotros, por nuestros hijos y nietos, y si me apuras un poco por toda la humanidad… La crisis nos hace olvidar que mientras aquí hablamos de la «primita ésa de riesgo», cada tres segundos muere un niño de hambre… ¿Quién era el que decía que hay que pensar globalmente y actuar localmente? Jorge somos todos, los esclavizados del mundo somos todos, los jóvenes sin futuro somos todos y lo que es peor la corrupción la consentimos un poco todos, así que no queda otro remedio que actuar y decir basta ¡y adelante!
-Con todo lo que has vivido y peleado, ¿crees que hay lugar para la esperanza?
-Siempre. Creo que hay poderes bien organizados que intentan paralizarnos a través del miedo, de crear una situación macabra de inestabilidad y terrorismo, de «fin de los tiempos». Pero eso no es verdad. Hay millones de personas que cada día crean nuevas formas de desarrollo, de protección del medio ambiente, de libertad, de justicia, de cooperación entre personas y pueblos, y no va a ser fácil paralizarlas. Creo que por eso esos poderes macabros están endureciendo sus mecanismos de protección de privilegios, pero la marea de un nuevo tiempo es posible y está ahí, no podemos dejar que los gritos de la muerte venzan la fuerza de la vida. Y no lo van a hacer. Esos millones que continúan construyendo la esperanza están acostumbrados a la austeridad, el sacrificio y la entrega, mientras ellos sólo buscan el lucro y el dominio por encima de todo. La resistencia activa y creadora es la garantía de que antes o después vamos a vencer este tiempo tan difícil.
Más información sobre ADEPAL: derechospazylibertad@gmail.com