No olvido aquellos días.
No borro aquellos miedos.
Madre, ¿cuando sea mayor
tú serás ya muy vieja?;
¿tendré que enfrentarme un día al mundo
solo?
Ella siempre venía a darme un beso,
me apagaba la luz
y me decía:
no pienses esas cosas, hijo mío,
eres muy joven, anda,
todavía.
Pero cuando el invierno arremetía
furioso
contra las ventanas
y el triste crucifijo pendía sobre mí
tenebroso y oscuro
me aparecían los muertos
que había visto metidos en las cajas.
Tanteaba la pera, encendía la bombilla
y con cualquier excusa la llamaba:
mamá, no sé si tendré fiebre,
tráeme un vaso de leche,
hazme una manzanilla.
Y entonces como siempre, como
a todas las horas, ella estaba
fregando
y dejaba los platos y las potas
y me ponía el termómetro
y tanteaba mi frente.
Voy a quedarme aquí
para que no te muevas.
No me parecen décimas,
tranquilízate, calma.
Y con su mano allí, sobre mis pensamientos, huían mis temores
y en breve me dormía.
Otras veces la guerra o el infierno
-paisajes que tanto ensombrecían
aquellos negros años-
me angustiaban el sueño a media noche
y gritaba su nombre.
Y entonces, como siempre,
como a todas las horas,
ella estaba sentada en la cocina,
cosiendo o repasando,
o escogiendo lentejas o picando
patatas.
Y clavaba la aguja en la pechera
y se allegaba al cuarto
y me frotaba el cuerpo
con alcohol de romero y con papel
de estraza.
Y con su tacto allí
posado en mis delirios,
repetía en voz baja:
ya verás cómo pronto pasa esta noche,
ya verás qué enseguida llega mañana.