Padre, la flecha,
una vez salida de un viejo arco,
¿por ventura es posible
que al arco regresar pueda? (Heike Monogatari)
Del mismo modo que la flecha no regresa al arco, la palabra que ha salido de nuestra boca y ha herido u ofendido a alguien, tampoco vuelve a su origen. Vivimos inmersos en un ambiente contaminado por las ofensas, los insultos y las palabras hirientes, que muchas veces se justifican con la libertad de expresión, como necesidad y derecho que no delimita con claridad hasta dónde puede llegar. Esta tendencia de los últimos tiempos encuentra en nuestro país un terreno abonado, porque siempre hemos sido muy dados a la crítica maledicente; una mala costumbre que tenemos tan incorporada, que no la percibimos hasta que vivimos la amarga experiencia de ser diana de la crítica de alguien, por envidia o por cualquier otro motivo. Además, en el contexto general de deterioro de valores fundamentales, algunos medios de comunicación facilitan la creación de espacios en los que hablar mal de los demás, descarnar sus vidas, opinar sin criterio y juzgar sin conocimiento, es un procedimiento habitual, y dados los altos niveles de audiencia, algunos de estos programas han terminado por convertirse en un referente educativo para una parte importante de la población. Y por si fuera poco, los insultos, las palabras malsonantes y los argumentos ofensivos han llegado al mundo de la política, legitimando, de algún modo, un comportamiento que debería ser revisado en aras de una buena convivencia y del interés de propiciar la amabilidad como una actitud que facilita la vida, incluso entre personas que opinan de forma contraria.
Tal como dice José Antonio Marina: “Es respetable el derecho a opinar, pero no las opiniones; éstas pueden ser imbéciles, injustas o abominables”.
Y qué decir de las opiniones. Hemos llegado a creer que nuestras opiniones sobre lo que sea, aunque no tengamos la más mínima idea sobre lo que hablamos, tienen importancia y las difundimos sin sopesar sus consecuencias, y si éstas ofenden a alguien, nos amparamos en la libertad de expresión, como una especie de derecho divino que nos permite decir lo que nos apetezca. Sin embargo, a lo mejor es conveniente aclarar que la opinión es una idea o concepto que formulamos con un conocimiento insuficiente y con una dosis importante de emoción, lo que la descarta, por su carácter subjetivo, como un referente válido para conducirnos en la vida. Es una pena que le demos tanta importancia, porque la mayor parte de nuestras opiniones no tienen mayor trascendencia y sí pueden contribuir a contaminar el ambiente, a extender bulos o dañar a terceros; otra cosa es el criterio que se establece desde un conocimiento suficiente y con la experiencia, y con él adquirimos pautas o principios para tomar decisiones y para actuar con prudencia. Esto no significa que no podamos opinar, pero deberíamos ser cautos con nuestras opiniones y someterlas al crisol de una autocrítica para sopesar su contenido y valorar sus consecuencias. Tal como dice José Antonio Marina: “Es respetable el derecho a opinar, pero no las opiniones; éstas pueden ser imbéciles, injustas o abominables”.
Creo que es preocupante que no seamos capaces de tener nosotros mismos unos referentes fundamentados en el respeto, la prudencia y la mesura; claro que, en los tiempos que corren, estas palabras no son de uso habitual.
No podemos justificar con la libertad de expresión cualquier manifestación de una forma de pensar, de una crítica o de un insulto, cuando ello provoca un daño evidente al honor de terceras personas. No creo que todo sea cuestión de leyes y normas, sino, más bien, de prudencia, criterio personal y delimitaciones propias, fundamentadas en valores como el respeto. Creo que es preocupante que no seamos capaces de tener nosotros mismos unos referentes fundamentados en el respeto, la prudencia y la mesura; claro que, en los tiempos que corren, estas palabras no son de uso habitual.
Y para terminar, lo hago con las sabias palabras del filósofo Emilio Lledó: “Hay que tener libertad de expresión, pero lo que hay que tener, principal y primariamente, es libertad de pensamiento. ¿Qué importa la libertad de expresión si no digo más que imbecilidades? ¿Para qué sirve si no sabes pensar, si no tienes sentido crítico, si no sabes ser libre intelectualmente?”. Pues eso, que para tener libertad de expresión hay que tener libertad de pensamiento, y no es algo que se lleve en este presente pandémico que vivimos.