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sábado 23, noviembre 2024

Brexit, cuanto peor, peor

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Todavía seguimos dando vueltas a las razones que han llevado a la mayoría del electorado del Reino Unido a votar el 23 de junio por el abandono de la Unión Europea (UE). Aunque, como se ha dicho con bastante acierto, en un plebiscito de esta naturaleza se esconden motivaciones y tribulaciones distintas a las que se reflejan en la pregunta que se formula, cabe al menos decir que la cuestión recogida en la papeleta era inequívoca (sin deslizarse en respuestas ambiguas ni tramposas), ya que las alternativas resultaban claras para cualquier elector: que el Reino Unido se mantuviese como miembro de la UE (remain) o que dejase la UE (leave).
Si ha habido cierta frivolidad en la respuesta, desconocimiento básico de las consecuencias, pasividad de una parte del electorado ahora arrepentida de haberse quedado en casa (la abstención fue del 28,2%) u otros elementos que pongan en tela de juicio la madurez del veredicto de las urnas, son cuestiones secundarias que ceden a la fuerza de la voluntad popular que los gobernantes del Reino Unido deben acatar -como ha zanjado Theresa May de forma solemne- para evitar especulaciones y mayores enredos.
Una decisión de este tipo ciertamente deja un regusto amargo y un espectro sombrío sobre el futuro de la UE. Para los que nos hemos criado bajo la esperanza del sueño europeo, contemplar como el oportunismo, la visión cortoplacista o, peor aún, la xenofobia, marcan la agenda nacional en algunos países, hasta el punto de desengancharse del tren de la UE o de ponerlo en riesgo de descarrilamiento, es un pésimo descubrimiento en un continente con heridas viejas y profundas. No obstante, nos corresponde, como ciudadanos europeos, defender el proyecto de integración, demostrar que el camino recorrido ha merecido la pena y promover que, con los ajustes, adaptaciones de ritmo y velocidades, y con el perfeccionamiento que toda tarea compleja requiere (y la construcción institucional, normativa, política, económica, etc. de la UE desde luego que lo es), la andadura conjunta prosiga en beneficio común.

Una decisión de este tipo ciertamente deja un regusto amargo y un espectro sombrío sobre el futuro de la UE. No obstante, nos corresponde, como ciudadanos europeos, defender el proyecto de integración, demostrar que el camino recorrido ha merecido la pena.

El proyecto europeo, en todo caso, no puede entenderse sin el establecimiento de distintos tipos de ligazón con los Estados de esta parte del mundo que, por distintas circunstancias, no forman parte de la UE (al menos en este momento) o, en el caso inédito del Reino Unido, emprenden el camino de salida de la organización. El Reino Unido no ha votado por una ruptura completa de toda relación, ni por vivir de espaldas al continente (algo que sería ciertamente imposible) y el intercambio económico, cultural, social, etc., debe proseguir en la mayor medida posible, si tenemos en cuenta los estrechos lazos que nos unen (incluida una historia dolorosa de sacrificio por la liberación del resto de Europa en las dos guerras mundiales del siglo XX) a pesar del decepcionante resultado de la consulta.
Es verdad que el Reino Unido ha perdido la oportunidad singular, que las instituciones de la UE y los Estados que la integran le habían concedido, para consagrar un estatus con ciertas diferenciaciones adecuadas a la especificidad británica, con los acuerdos previos al plebiscito y condicionados a su resultado, y con la larga tradición de soluciones más o menos a la medida desde 1973, año de su entrada en la UE. Y es igualmente cierto que debe mantenerse, desde las autoridades de la UE y los líderes de los Estados, una posición firme, que deje patente que la pertenencia a la organización exige compromiso y respeto de las obligaciones contraídas, y que no puede darse la impresión de que saliendo la UE se mantienen ciertas ventajas comerciales y económicas sin participar en los esfuerzos comunes. Incluso debe acogerse la posibilidad de dar preferencia en la adhesión futura a una Escocia independiente si ésta, conforme a los mecanismos constitucionales que el Reino Unido prevea (como ya admitió en el pasado reciente) decidiese separarse. Pero no tiene sentido una actitud negativa hacia las relaciones con el Reino Unido, ni mucho menos visceral, que perjudicaría a la propia UE (desde luego lo haría a empresas y particulares que desarrollan allí su actividad), tendente a agrandar la separación y el recelo. De este modo, valorar que el Reino Unido pasase (como Noruega, Liechtenstein o Islandia) a formar parte del Espacio Económico Europeo (EEE) o que, si no estuviese en condiciones de asumir en plenitud la libre circulación de personas (lo que sería de lamentar), tuviese un régimen de relación bilateral especial como el que tiene Suiza (que no forma parte del EEE pero replica sustancialmente buena parte de sus normas y políticas a partir de acuerdos con la UE), no sería en absoluto ningún desdoro ni claudicación para la UE, sino una decisión inteligente que permitiría seguir aprovechando mutuamente las ventajas de la cooperación. Todo ello teniendo en cuenta que la decisión de no integrarse en la UE puede ser perfectamente revisable, no a corto ni medio plazo, claro está; ni, por supuesto, en condiciones de ventaja que nadie admitiría. Pero definir qué será de la UE, de la gobernanza global, de la integración europea y del papel de los Estados en el futuro es mucho decir, sobre todo en estos tiempos de incertidumbre. Existiendo alternativas viables y disposición para ello (que hay que cultivar), lo que no tendría sentido es cerrar esta etapa con un portazo (por unos o por otros) y echar por tierra de un plumazo cuarenta y tres años de colaboración comunitaria.

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