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sábado 23, noviembre 2024

Desobediencia, cambio e instituciones democráticas

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Por distintas razones, se ha planteado en los últimos meses si cabe que desde determinadas Administraciones se preconice la desobediencia a normas, actos ejecutivos y decisiones, adoptadas en otros ámbitos del poder público y que se cuestionan no tanto desde el punto de vista jurídico como desde el criterio ético y político. El debate no sólo se produce en relación con la pretensión de una parte de la sociedad catalana y de sus representantes de proclamar la independencia de esa parte del territorio y violentar el ordenamiento jurídico vigente, empezando por la desobediencia a las resoluciones del Tribunal Constitucional, que sería el órgano llamado a suspender, primero, y posteriormente declarar la inconstitucionalidad del acuerdo mediante el que el Parlamento de Cataluña pretendiese materializar la declaración secesionista. También se suscita la controversia respecto a las manifestaciones de algunos representantes municipales que, a partir de las elecciones del pasado mes de mayo, han cobrado un particular protagonismo al hacer uso de su función de gobierno local para dar altavoz a determinados movimientos sociales y llamar a la desobediencia contra decisiones y leyes en aspectos muy sensibles. El caso más conocido de esta clase de posiciones y que ha tenido lugar en distintas localidades es el de ayuntamientos que pretenden negar su colaboración administrativa a los juzgados en la ejecución de desahucios y que invitan a la ciudadanía a participar en la resistencia pasiva frente a esta medida.
De antemano es preciso reconocer que la consecución de los cambios sociales y políticos de cierta relevancia y su plasmación en las leyes pocas veces se produce sin las tensiones consiguientes y sin que el desafío al estado de cosas no tenga su correlato en el cuestionamiento del sentido, e incluso de la legitimidad, de la norma que se pretende modificar o derogar. En casos en los que se combaten situaciones particularmente degradantes, que desde criterios éticos se consideran insoportables, la desobediencia civil ha resultado ser un instrumento útil para socavar las normas tenidas por radicalmente injustas y, si el movimiento alcanza suficiente predicamento, incluso para debilitar su efectiva aplicación, consiguiendo finalmente su revisión. El caso paradigmático de éxito es el protagonizado por el movimiento de derechos civiles en Estados Unidos, con gestos de desobediencia a las normas sencillos pero a la postre –junto con otros muchos- desencadenantes, empezando por la valiente –e ilegal- decisión de Rosa Parks de permanecer el 1 de diciembre de 1955, en Montgomery (Alabama), en el lugar del autobús de preferencia para la población blanca. Parece claro que lo legal no es siempre lo que resulta justo y, en ocasiones muy específicas, es precisamente su contrario, convirtiendo la desobediencia meditada en la forma de poner a la sociedad ante el espejo de las normas que se ha dado (o que le han impuesto) a fin de conseguir el aldabonazo de conciencia necesario.

Es preciso distinguir la naturaleza de las causas que pueden justificar separarse abiertamente de la norma como estrategia de contestación frente a aquello que se considera injusto.

Ahora bien, es preciso distinguir la naturaleza de las causas que pueden justificar separarse abiertamente de la norma como estrategia de contestación frente a aquello que se considera injusto. En un sistema democrático, en el que se presume que la voluntad del legislador –que actúa sometido al marco de una Constitución refrendada por el cuerpo electoral- corresponde a la mayoritaria del pueblo a través de sus representantes elegidos en un proceso electoral con garantías, es muy cuestionable la legitimidad de la desobediencia civil y sólo situaciones en las que la relevancia de la materia de que se trate (por ejemplo, en relación con los Derechos Humanos en liza) y la gravedad del conflicto entre el Derecho positivo –y su aplicación por los poderes públicos- y las aspiraciones sociales expresadas con un respaldo extenso, permiten valorar la proporcionalidad de una decisión como la desobediencia ante las imperfecciones más ofensivas del sistema. Obviamente, no se puede desobedecer todo lo que en una perspectiva individual o grupal nos parezca injusto, porque, si la aplicación de la norma deja de ser universal y sólo se impone a quien la acata voluntariamente, la convivencia sería imposible y el propio Estado democrático se volvería inviable.
A su vez, es sustancialmente diferente la eventual legitimidad moral de la persona o colectivo que decide practicar la desobediencia, aun a costa de las consecuencias que comporte mientras no se consiga provocar el cambio perseguido, de la posición del representante público que desde una institución pretende invocar la desobediencia, o incluso ejercerla, ante la imposibilidad de alcanzar por un medio ordinario (la iniciativa legislativa o de reforma constitucional, por ejemplo), el objetivo deseado. En el segundo caso se produce, por la propia decisión de quien desempeña un mandato representativo o ejecutivo, una quiebra irresoluble que no resulta aceptable precisamente porque, cualquiera que sea el código moral o político que le empuje a hacerlo y el grado de respaldo popular con el que cuente, estará rompiendo el principio básico del debido sometimiento al Derecho, esencial en nuestro sistema dado el origen y legitimidad democrática del ordenamiento. La desobediencia civil no puede ser, por lo tanto, gubernamental o administrativa, lo que de por sí constituiría una contradicción en sus propios términos.

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