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sábado 23, noviembre 2024

El arte perdido de la discreción

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En la era de la inmediatez y de la sobreexposición asociada a los medios de comunicación de masas y, sobre todo, al uso intensivo de las redes sociales, no sólo la noción de intimidad se ha modificado hasta el punto de ser irreconocible la concepción que de ella se tiene entre distintos grupos de edades o en comparación con el estándar que se manejaba hace apenas una década. También han variado las formas de reaccionar ante los acontecimientos y de conducirse en cualquier circunstancia en la que, con mayor o menor relevancia pública, la conducta individual tenga una cierta proyección exterior. El fenómeno presenta un aspecto positivo, en tanto que democratiza la facultad de incidir en la formación de la opinión de los demás y, por extensión, de la opinión pública, sobre todo si uno puede llegar a una audiencia amplia, aunque sea de forma excepcional. La faceta negativa viene dada por la ocasional ausencia de reflexión en la manera de proceder, la actuación impostada y la conversión del debate colectivo en un espectáculo, en el que la performance prima sobre el discurso y la praxis.
Una de las manifestaciones de la ambivalencia de esta nueva realidad es la confusión entre transparencia e indiscreción en la vida política. En la agenda de regeneración democrática que, con distintos grados de intensidad y coherencia, se maneja en el espectro partidario, aparentemente es un común objetivo conseguir que la toma de decisiones responda a un diálogo entre los representantes públicos y la ciudadanía, y que, además, se conozcan los pormenores de la actividad administrativa e institucional. El listón que las reformas normativas establece a todos los niveles se ha modificado, o está en trance de ello, para establecer criterios más exigentes y evitar que las influencias, la opacidad en el proceso decisorio, los grupos de presión o –en el peor de los casos- la sombra de la corrupción conviertan la gestión de la cosa pública en patrimonio de unos pocos cuyas prioridades estén alejadas de las que se dicen defender. El proceso, en desarrollo, es uno de los acontecimientos más importantes en la transformación del sistema democrático, por la nueva dimensión de éste que abre; y, gracias a las oportunidades que permiten las nuevas tecnologías y al nivel educativo de la sociedad, ofrece enormes expectativas de participación ciudadana antes inexploradas. Pero, a la par, una concepción quizá deformada de la transparencia pretende expropiar del ámbito de actuación de las personas con responsabilidades públicas el necesario margen elemental de maniobra que requiere la formación de criterio, la negociación y el acercamiento entre distintas posiciones en cualquier asunto.

«Una ciudadanía consciente ya no admite que las decisiones relevantes se tomen de forma ajena al escrutinio público. Pero también desea que sus representantes sean capaces de dialogar con eficacia para llegar a acuerdos razonables»

Es legítimo el interés público por cualquier reunión y por la agenda concreta de un representante de la ciudadanía o de un cargo gubernamental de alto nivel. Pero debe existir cierto comedimiento a la hora de obligar a revelar, según en qué casos, el contenido de lo tratado, los interlocutores y la continuidad de la conversación. Sobre todo cuando se trata de alcanzar soluciones de compromiso o pactos entre actores diversos, con pretensiones dispares, que, de lograrse, son resultado de esfuerzos en la gestión del trato, en la que, además, a la hora de poner negro sobre blanco, se requiere orfebrería negocial y precisión quirúrgica (ya que decir más o menos, utilizar una u otra expresión, etc. ayuda o perjudica a la materialización de cualquier acuerdo).
Como todo el mundo que haya participado en cualquier proceso de negociación (de cualquier tipo) sabe, no es lo mismo el registro, la distensión ni la actitud de un interlocutor cuando puede desenvolverse con cierta naturalidad, aunque tenga que dar luego cumplidas explicaciones a un tercero –o a los medios de comunicación, si se mueve en la esfera política- que cuando sus palabras están siendo retransmitidas y grabadas. En un escenario de complejidad, poner una cámara, divulgar en streaming y colocar micrófonos priva de inmediato de capacidad a los intervinientes para hacer determinadas propuestas y valoraciones (con cierto riesgo incluso) que, en otro contexto, pueden ayudar a generar confianza y propiciar el acercamiento entre quienes teóricamente persiguen explorar la posibilidad de un acuerdo. Si esta dinámica la llevamos a situaciones conflictivas y los participantes son representantes políticos, el fracaso del proceso negociador está prácticamente garantizado, ya que éstos se encuentran en permanente alerta ante una ciudadanía a la que, produciendo contenidos y mensajes parciales de forma continua, no le permiten el más mínimo sosiego.
No erremos el tiro e hilemos fino en esta cuestión. Afortunadamente, una ciudadanía consciente ya no admite que las decisiones relevantes se tomen de forma ajena al escrutinio público ni está dispuesta a ser mero sujeto paciente en manos de los representantes electos. Pero también desea que, con la voluntad y habilidad que esté a disposición de éstos, sean capaces de dialogar con eficacia para llegar a acuerdos razonables. Si para ello es necesario apagar el micrófono y hablar de forma franca durante unas horas, no debe existir ningún complejo en hacerlo, siempre que se rindan de forma apropiada cuentas del resultado final.

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