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jueves 21, noviembre 2024

Aires de cambio en el Mediterráneo Sur

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Durante años, las organizaciones no gubernamentales internacionales que trabajan a favor de la protección de los derechos humanos han venido advirtiendo sobre las continuas violaciones de derechos básicos cometidas por las autoridades de los países de la ribera Sur del Mediterráneo.
No era desconocida, ni mucho menos, la acusada tendencia autoritaria de dirigentes alérgicos al control democrático, sostenidos por oligarquías privilegiadas y habituados a utilizar el poder público para reforzar su posición y apartar o silenciar a toda alternativa, cruelmente si resultaba necesario. Eran sabidas las denuncias de movimientos sociales y oposición interna sobre el efecto de la escalada dictatorial que se vivía en estos países, con la consiguiente degradación de sistemas políticos de –en su retórica- aparente vocación modernizadora. Estaba a la orden del día la utilización de mecanismos, más o menos evidentes, encaminados a la perpetuación en el poder, el abuso de leyes de excepción, la asfixiante restricción a las libertades civiles y políticas elementales, la represión de las corrientes críticas y, en la vertiente más grave, la brutalidad policial, los malos tratos y el encarcelamiento y enjuiciamiento sin garantías de disidentes. Los regímenes de estos países, lejos de promover el tránsito hacia estándares más abiertos y democráticos, se deslizaban hacia una dinámica de mayor degradación política, con la población como inevitable víctima de un sistema que ha impedido desarrollar el enorme potencial económico y cultural de aquélla.
Todo esto sucedía con el beneplácito de los gobiernos de los países del mundo occidental y de las potencias que marcan el paso en la Unión Europea. Durante años, situando en la agenda internacional prioritaria de las relaciones con el Mediterráneo Sur los asuntos de seguridad, el control de flujos migratorios o la contención del islamismo, y haciendo partícipes a estos regímenes autoritarios de las decisiones estratégicas en calidad de aliados útiles, ninguna objeción seria se puso frente a la falta de avances -o incluso la involución- que se constataba en la situación de los derechos humanos y las libertades civiles en estos países. Para los círculos del poder global, hasta hace bien poco, ni Hosni Mubarak era un autócrata responsable de la desesperanza de la juventud egipcia, ni Ben Alí un impedimento para el progreso de los tunecinos.

Las conquistas alcanzadas en estas semanas de multitud en marcha en el mundo árabe, pueden acabar finalizando con la implantación de sistemas plenamente democráticos en países muy destacados del otro lado del Mediterráneo.

Al contrario, el discurso oficial de medio mundo difundía la idea de que tales mandatarios eran colaboradores fiables y socios de referencia en las relaciones exteriores. La privilegiada conexión de los gobiernos de Túnez y Egipto con los sucesivos gobiernos de Francia y EEUU, respectivamente, no es un elemento casual en la pervivencia en el poder durante décadas de sus presidentes, ahora dimisionarios tras ver frustrada, por la movilización popular, sus ansias de perdurar. Con las particularidades propias de cada realidad, no es tan diferente la situación en otros países regidos por monarquías, como Jordania o Marruecos, en los que las limitaciones constitucionales al poder real no son verdaderamente operativas, o en los que, como en los reinos, sultanatos o emiratos petroleros de la Península Arábiga, su inconfundible sesgo feudal y absolutista permite situarlos a la altura de tiempos premodernos.
Por eso llama la atención la rapidez con la que los gobernantes de las potencias europeas –más temerosos a este cambio que el Presidente Obama- han pasado de tratar con deferencia y complicidad a los líderes depuestos a sufrir, al ser irremediables las transformaciones, la súbita amnesia de la trayectoria común, claramente sobrepasados por el esperanzador giro que han dado los acontecimientos. Las conquistas alcanzadas en estas semanas de multitud en marcha en el mundo árabe, si las resistencias populares consiguen consolidarlas y ampliarlas, pueden acabar finalizando con la implantación de sistemas plenamente democráticos en países muy destacados del otro lado del Mediterráneo. Se deberá, como hemos podido ver, a la propia convicción de la parte más dinámica de sus sociedades, confiada en la posibilidad de alcanzar mayores cuotas de libertad y progreso colectivo. No será, desde luego, resultado de la política exterior de las potencias occidentales que, además de presidida por visiones interesadas, se ha demostrado –por fortuna- superada por los fuertes deseos de cambio de nuestros vecinos del Sur, que muchas cancillerías apenas tuvieron en cuenta en sus cicateras previsiones y sus erróneos cálculos.

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