Cualquiera que haya tenido la suerte de pasear por Pamplona habrá podido apreciar la calidad del espacio urbano y la sensación de seguridad y confort que un entorno amable provee, plagado de árboles y zonas verdes, edificios bien conservados, limpieza y vitalidad. Un ejemplo de éxito urbanístico que estrecha lazos entre la ciudad y sus habitantes, que habla inmediatamente de un estándar de vida que, en muchas cosas, es envidiable; con todos los problemas que seguramente tendrá, muchas veces menos apreciables en la impresión inicial, pero que atrae, a primera vista, a cualquier visitante.
En esa ciudad exitosa y en paz late también la memoria de una historia reciente mucho menos plácida (incluyendo la huella indeleble del terrorismo), que es necesario recordar para entender por qué la construcción de una sociedad razonablemente estable e integradora, donde se aprecien los Derechos Humanos y la necesidad de convivir en la diferencia, es una tarea diaria que no puede ser subestimada o aparcada, en tiempos de discursos que alientan desvergonzadamente el odio y la disgregación.
De entre los distintos espacios de recuerdo de una historia convulsa, la estela de la Avenida Roncesvalles que recuerda la muerte de German Rodríguez Saiz y la escultura Gogoan (“En la memoria”, en euskera) que conmemora los sucesos de los Sanfermines de 1978, merecen una atención especial, por ser una historia menos conocida en otros lares –en trance de caer en el olvido, de hecho, para muchos- y para la que aún no ha habido el esclarecimiento oficial necesario. El 8 de julio de 1978, tras un acto de protesta en las fiestas (el despliegue de una pancarta en el ruedo) a favor de la ampliación de la amnistía aprobada por ley el año anterior, se produjo una intervención de la Policía Armada, totalmente desproporcionada, y una cadena de graves altercados posteriores. Las fuerzas de seguridad, alentadas a una actuación irresponsable por un mando a la orden criminal de “no os importe matar” (está grabado), utilizaron fuego real, que acabó con la vida de Germán Rodríguez, de 27 años, de un disparo en la frente.
Frente a la estela de Germán Rodríguez, nos consuela, a los nacidos en aquel 1978, pensar que la desgracia de un crimen y la vida que le arrebataron no fue en balde
El saldo se completó con más de 150 heridos, 11 de ellos de bala. Hubo investigaciones oficiales posteriores e incluso diligencias de instrucción penal, pero, más allá de algunos traslados de carácter más o menos disciplinario, no existió una verdadera pretensión de ventilar las responsabilidades penales de aquel crimen y de dilucidar las circunstancias y los culpables de un ejemplo de intervención policial represiva, equivocada y sangrienta. Pamplona recuerda todos los años en sus fiestas, dignamente, aquellos incidentes.
Aquel día 8 de julio, una joven pareja asturiana, padres recientes, que vivían desde unos años antes en Pamplona decidió que, a la primera ocasión que se presentase, regresarían a Asturias, lo que así sucedió unos meses después. Presumo que, aunque todo lugar tuviese sus desgarros y no eran aquellos tiempos precisamente tranquilos para casi nadie, y aunque todo sitio es el adecuado para la pelea por los derechos, es distinta la crianza y la percepción de seguridad necesaria en un entorno u otro en función de cómo lo conocemos y vivimos. De aquella tragedia y de las determinaciones personales posteriores, de las casualidades y avatares de las que está llena la vida y de los “cuerpos y más cuerpos, fundiéndose incesantes en otro cuerpo nuevo”, como dice el poeta, se llega hasta un pequeño, nieto de aquellos, que, para llevar su nombre, ha sido fruto también de “un ancho espacio y un largo tiempo”.
Frente a la estela de Germán Rodríguez, nos consuela, a los nacidos en aquel 1978, pensar que la desgracia de un crimen y la vida que le arrebataron no fue en balde, porque la batalla que libró junto a otros decantó la balanza para que podamos vivir en un sistema de libertades, imperfecto y más frágil de lo que creemos, pero que hay que valorar, mejorar, defender y practicar día a día. Y porque la mezcla de venturas y desventuras y lo que quiera que el destino sea, tiene como fin de la pequeña historia, anudada a aquella, a un niño, feliz y confiado, aprendiendo, junto a sus padres, a rendir el respeto debido. Cerrando el círculo (a la espera de que se haga justicia a Germán, más temprano que tarde), sabedores de que, como todo niño, encarna el futuro que, en otros versos, aunque pueda resultar paradójico en este caso, es “el mismo que inventamos / nosotros y el azar / cada vez más nosotros / y menos el azar”.