Como cada 3 de diciembre, y desde 1992, el mundo entero conmemora el Día Internacional de las Personas con Discapacidad. Como bien sabemos, nos encanta tener un día especial que nos represente, ya bien sea nuestro cumpleaños o el Día internacional de los Calvos; incluso las patatas tienen su día mundial dedicado a ese apreciado tubérculo.
En el caso del 3 de diciembre, lo que se trata es de dar visibilidad a los derechos, el bienestar y la dignidad de las personas con discapacidad.
Ya ha llovido desde el año de las Olimpiadas de Barcelona o de la Expo de Sevilla, y el país ha cambiado… ¡Vaya si ha cambiado! Y en el mundo de la discapacidad también lo ha hecho. Se han conseguido grandes avances desde entonces, aunque a día de hoy, más de treinta años después, la gran mayoría de los discursos que rodean esta fecha, siguen estando empapados de buenas intenciones escondidas detrás de un lenguaje paternalista.
Fíjate si ha cambiado que en aquella época a las personas con discapacidad se las llamaba subnormales, o disminuidos, incluso les nombraban como el tonto del pueblo. En fin… Hoy en cambio, se las representa como Supermanes que superan obstáculos insuperables o como prubinas que necesitan protección y caridad. Ambas miradas, aunque opuestas en apariencia, coinciden en algo esencial: ninguna las ve como personas completas.
Se han conseguido grandes avances aunque a día de hoy, más de treinta años después, la gran mayoría de los discursos que rodean esta fecha siguen estando empapados de buenas intenciones escondidas detrás de un lenguaje paternalista.
Cuando hablamos de discapacidad, es necesario que superemos estos estereotipos. Tenemos que empezar a entender que la discapacidad no es una tragedia personal ni un don extraordinario, sino una expresión más de la diversidad humana.
Cuando alguien habla de las personas con discapacidad suele expresar frases tales como “¡Oh, qué valiente eres!” o también aquello de “Eres un ejemplo de superación”. Quien las dice, rara vez lo hace con maldad, pero sí con un desconocimiento absoluto y con un discurso lleno de prejuicios.
La idea de pensar que las personas con discapacidad nos necesitan para todo es una de las raíces del problema. Creemos que tenemos que decidir por ellos y ellas, no vaya a ser que se equivoquen, negándoles así uno de los derechos que todo el mundo debería tener: el derecho a fallar, a aprender de los errores. De esta manera lo único que hacemos es infantilizarlos, silenciando sus voces y sus actos y negándoles la participación real, cayendo en una forma de exclusión sutil, pero constante.
También están los mitos que rodean a las personas con discapacidad: los convertimos en héroes y heroínas de la vida. Ver a estas personas trabajar, estudiar, o formar una familia, es algo excepcional, lo vemos como un homenaje a su valentía sin darnos de que lo que estamos haciendo es marcar una línea invisible, marcar una distancia. Implica pensar que lo que para unas personas es lo cotidiano, para ellos y ellas es una hazaña.
Cuando conocemos a una persona con discapacidad, muchas veces reaccionamos con una admiración automática: La colocamos en un pedestal, que paradójicamente excluye. Y lo hacemos sin ser conscientes de que todas las personas tenemos distintas capacidades, pero también distintas discapacidades, y si no que levante la mano quien crea que no tiene algún abollón… lo que pasa es que algunas averías son más visibles que otras. Y muchas veces no es esa avería la que limita a las personas, sino la sociedad. Limitan las barreras del día a día, las arquitectónicas, las sociales, y cómo no, las tecnológicas. Estas barreras son las que realmente generan discapacidad. Una silla de ruedas no es un obstáculo en sí misma, lo es una ciudad sin rampas. La ceguera no impide participar en la cultura, la falta de herramientas accesibles sí.
El Paternalismo es Una palabra cargada de autoridad y protección que no permite avanzar. Nos hace hablar en nombre de las personas con discapacidad en vez de escucharlas.
Por si no te habías dado cuenta, todo esto de lo que estamos hablando se le conoce como paternalismo. Esta palabra cargada de autoridad y protección es la que no permite avanzar. Nos hace hablar en nombre de las personas con discapacidad en vez de escucharlas. Nos hace hablar en su representación en vez de darles espacios reales para representarse a sí mismas. Vamos, que nos hace actuar como estoy haciéndolo yo ahora mismo, hablando en su nombre, sin su permiso.
Dentro de la discapacidad también hay diversidad. Tenemos la costumbre de meter todas las discapacidades en el mismo saco. Nos olvidamos de que cada persona es un mundo y que cada discapacidad también. Las hay físicas, sensoriales, intelectuales y luego están las discapacidades invisibles, las que duelen a escondidas.
Por lo tanto, las personas con discapacidad no son todas iguales: Algunas son extrovertidas y carismáticas, otras reservadas y observadoras. Algunas disfrutan del activismo público y de los likes, otras prefieren vivir su vida lejos de las etiquetas. Las hay que tocan instrumentos, que detestan el arte, madres, abuelos, jefas, adolescentes con pasiones y miedos o jubilados que disfrutan sus mañanas observando las obras de su ciudad. Meterlas a todas en el mismo saco lo único que hace es negar su individualidad y su originalidad.
En el cine, en la televisión, o en la publicidad, las personas con discapacidad suelen aparecer en dos extremos: o son víctimas inspiradoras o son genios imposibles. (…) Si solo se ve la discapacidad como tragedia o milagro, se perpetúan los prejuicios y la tan añorada inclusión.
Este punto es muy importante para entender el siguiente concepto: En el cine, en la televisión, o en la publicidad, las personas con discapacidad suelen aparecer en dos extremos: o son víctimas inspiradoras o son genios imposibles. Pocas veces se muestran como lo que son: personas comunes. En las series no hay un protagonista en silla de ruedas cuya historia no gire en torno a su movilidad, o una mujer neurodivergente haciendo bien su trabajo sin que su diagnóstico la defina en cada escena en la que aparece. Si solo se ve la discapacidad como tragedia o milagro, se perpetúan los prejuicios y la tan añorada inclusión.
¿Inclusión real? Mientras las decisiones políticas públicas, la educación o la cultura se sigan tomando sin contar con la opinión de las personas con discapacidad, la inclusión real nunca llegará. Son ellas las que conocen perfectamente sus necesidades y seguimos tomando decisiones consultándoles poco o nada por sus reivindicaciones.
Hablamos con la bocona grande cuando nombramos la palabra inclusión, pensado que inclusión es hacer llaveros en los centros de día. Inclusión es darles las llaves de casa para que entren y salgan cuando quieran.
Las personas con discapacidad no necesitan aplausos por existir, necesitan lo mismo que todos y todas: respeto, oportunidades, triunfos, fracasos.
En el ámbito laboral, la inclusión no debe limitarse a cumplir cuotas. Se trata de generar oportunidades reales de desarrollo, ascenso y liderazgo, donde la discapacidad no sea vista como una carga ni como un mérito extra. Ahora que llegan las fiestas del turrón y los langostinos, no os olvidéis en las empresas de que no son la mascota corporativa de la campaña navideña.
Construir una sociedad verdaderamente inclusiva requiere un cambio de mirada más que de discurso. Significa dejar de ver la discapacidad como algo que “hay que superar” y entenderla como parte natural de nuestra diversidad.
Hoy, 3 de diciembre, no es un día para la compasión ni la inspiración. Es una oportunidad para reflexionar sobre qué tipo de sociedad queremos ser: una que excluye mientras se felicita por incluir, o una que reconoce la dignidad y la autonomía de cada persona. Las personas con discapacidad no necesitan aplausos por existir, necesitan lo mismo que todos y todas: respeto, oportunidades, triunfos, fracasos.
El cambio comienza cuando dejemos de mirarlas como algo aparte y las reconozcamos, simplemente, como lo que siempre han sido: personas. Con sus defectos y sus virtudes, con sus gustos y sus manías. Dejarlas hacer, dejarlas crecer, dejarlas amar, reír, llorar. En definitiva, dejarlas VIVIR.
