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sábado 23, noviembre 2024

Consumir desde la cuna hasta la tumba

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Ya sabemos que desde la llamada Revolución Conservadora de Thatcher y Reagan y su victoriosa praxis política, pasó a mejor vida el objetivo de otorgar desde el Estado la protección a las personas desde la cuna hasta la tumba (expresión que habitualmente se atribuye a William Beveridge, inspirador de la construcción del Estado del Bienestar ejecutada por los gobiernos de Clement Attlee en el Reino Unido).
A partir de la reacción neoliberal y con el combustible proporcionado por la grave crisis de las cuentas públicas en buena parte de los Estados llamados a financiar las medidas de protección social, se han ido denostando y horadando las políticas características del Estado Social, entregando a la lógica de mercado sectores enteros de actividad y servicios en los que hasta entonces la iniciativa pública tenía al menos una presencia relevante. La imposición del poder económico y el esquema de operación del mercado en todas las esferas se ha ido consolidando desde entonces.
Obtenida en buena medida esta meta se pasa a una conquista singular y determinante, por el cambio cultural aparejado y los patrones de conducta que instala. Ahora se trata de que la relación entre las personas, el proceso de socialización, la actividad educativa y la formación integral se establezcan desde el momento más primitivo –y se consolide más adelante este estado de cosas- sobre el eje de la actividad de consumo. Así, se construye la identidad del niño pequeño como consumidor y acicate para el dispendio de los padres que hacen el desembolso, a veces con alegría. El gasto no se hace sólo para disponer de los medios elementales para la vida –faltaría más- sino también para adquirir aquellos donde la relación entre precio y necesidad es inversamente proporcional, ya que en el consumo cotidiano vinculado al ocio, cuando menos realmente se precisa un artículo, actividad, espectáculo o juguete accesorio, más cuesta, curiosamente.

El precio de mantener a un pequeño satisfecho en su tiempo libre y ocupado con el producto en boga, es alto, a veces casi prohibitivo, porque lo preferente es «que lo pase bien»

El precio de mantener a un pequeño satisfecho en su tiempo libre y ocupado con el producto en boga, convirtiéndolo en aprendiz en el consumo compulsivo, es alto, a veces casi prohibitivo, pero está en la prioridad de la economía familiar porque lo preferente es «que lo pase bien». La puerta de entrada a la cartera de los padres es la petición del pequeño o el deseo autónomo de aquéllos de que el hijo no se pierda nada de lo que circula en el mercado de ocio infantil. Por otra parte es cierto que a veces el producto que se coloca está trabajado en su factura técnica, pero en no pocas ocasiones, sobre todo cuando se trata de entretenimiento, lo que se endosa es un subproducto de precio astronómico sostenido en la adicción a los cánones televisivos, faltando el respeto al público y a los consumidores cautivos, que seguirán acudiendo porque hay que llenar las horas. La familia que consume unida, permanece unida, se diría; y el poco tiempo de disfrute con los padres es aquel en el que se consume. No hay espacio entre los padres para pensar en las repercusiones de lo que se hace; se trata de que el pequeño se distraiga.
Aunque es sólo una muestra más de los tiempos que corren, el problema no es menor porque, inocente o inconscientemente (y, además, siempre de forma bienintencionada), empujamos a los pequeños a esta espiral donde todo, incluso lo elemental, se sustenta sobre la actividad de compra. Formamos pequeños consumidores, con poco de ciudadanos (eso se deja para la escuela, y apenas), sin alternativas, porque es difícil construirlas y en nuestra vida diaria estamos aplastados por falta de tiempo y energía, dedicada a la subsistencia y al trabajo. Seguidamente, entregamos el nuevo consumidor a alimentar la insostenible rueda y ni siquiera nos damos cuenta.

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