Como ya empiezo a echarme años encima, recuerdo la polémica que en 2004 se generó en Oviedo por la inclusión de actividades de krav magá (una técnica de combate cuerpo a cuerpo, entonces mucho menos conocida que en la actualidad) en el programa de ocio alternativo juvenil ‘La Noche es Tuya’, organizado por el Ayuntamiento. En aquel momento, se discutía sobre si incluir talleres de acercamiento a esta disciplina era acorde a los valores de convivencia y de promoción de la resolución pacífica de conflictos que eran parte de las políticas de juventud.
Se formó un buen revuelo porque existía un cierto consenso que consideraba inapropiado respaldar desde la iniciativa pública una técnica de esta clase (que no es un arte marcial al uso), que, en el entendimiento del común (quizá superficialmente informado), se asociaba con el fomento de la agresividad, precisamente cuando las expresiones -aunque muy puntuales- de violencia juvenil preocupaban a la sociedad. El Ayuntamiento, cuyos responsables prefirieron evitarse problemas y explicaciones, acabó por no dar continuidad a la actividad.
La ingenuidad de aquel tiempo se ha perdido por completo, porque hoy día proliferan, en eventos de todo tipo, también promovidos desde las administraciones y corporaciones públicas, multitud de exhibiciones y actividades esporádicas donde se divulga la necesidad de adquirir rudimentos de defensa personal (incluido el krav magá), en talleres de formato breve que se presentan habitualmente no cómo el acercamiento a una práctica deportiva, sino como el aprendizaje de técnicas para repeler la agresión que más temprano o más tarde nos espera, en lo que se pinta como la jungla cotidiana. A ningún responsable de esta clase de eventos en los que se incluyen estas sesiones de iniciación se le pasan por la cabeza disquisiciones humanistas como las que ocupaban a los representantes municipales de Oviedo en 2004. La corriente imperante, al contrario, va por el camino de posibilitar una supervivencia en situación peligro, como si estuviésemos en la Bratislava antisemita de preguerra en la que el creador del krav magá (Emri Lichtenfeld, luego difusor de esta técnica entre las fuerzas de seguridad israelíes) tenía que batirse el cobre. A tenor del pensamiento en boga, si la gente entiende que debe defenderse y si, reinterpretando el adagio sartriano, el infierno son los otros (hasta el punto de percibir su amenaza constate e inminente, ante la que estar alerta como si fuésemos un agente del Mosad), habrá que dar al pueblo la capacidad de aprender en un par de horas algunos métodos para ello, aunque sea (cuando menos, por la ausencia de tiempo para profundizar en la materia) desprovisto de las precauciones y enseñanzas asociadas generalmente a las artes marciales. La venta de artilugios de defensa (espráis, principalmente), también va a más, en esta misma línea de percepción de la peligrosidad del entorno.
Ninguna objeción racional puede haber a que se practiquen disciplinas deportivas de todo tipo que en algún momento han tenido su origen, en la defensa personal.
La impresión de que la violencia acecha y la inseguridad nos inunda es, probablemente, la que nos hace asumir como algo necesario defendernos del agresor, que vemos potencialmente en los ojos del transeúnte, sobre todo si le añadimos algún rasgo de los que estereotipan, en la caricatura habitual, al diferente o al inadaptado. Estamos en estado de excepción permanente, en suma, porque somos fácilmente sensibles a la sugestión (lo que es comprensible desde el punto de vista humano). Pero, curiosamente, si acudimos a las cifras desprovistas de emoción y subjetividad, vemos que desde aquel 2004 la disminución de nuestro escrúpulo colectivo hacia el proselitismo de la defensa personal no se corresponde precisamente con un aumento de las cifras de criminalidad, en retroceso general aunque la exaltación mediática de determinados sucesos nos hagan pensar lo contrario. En efecto, España (según los datos públicos del Ministerio del Interior) es uno de los países con menor tasa de muertes violentas del mundo y además ha habido un descenso en los asesinatos, de 518 en 2005 a 292 en 2016 (y un 30% menos que hace tres décadas); y los atracos callejeros (robo con violencia o intimidación) se han reducido más del 40% en los últimos años (de unos 135 al día en 2008 a unos 80 diarios en 2015). Los robos con fuerza, aunque la publicidad de las empresas de seguridad invite machaconamente a pensar lo contrario, se han reducido un 25% en los últimos cinco años. Las agresiones sexuales (el subtipo más grave de los delitos contra la libertad sexual) también descendieron de 3.807 en 2011 a 2.933 en 2016. Bien es cierto que no hay que minorar la importancia de la actividad delictiva (sobre todo del crimen organizado y sus múltiples tentáculos) y que para nada vivimos en la Arcadia armoniosa. Cada acto criminal deja, además, una huella imborrable en la víctima y su entorno y menoscaba la paz social. Y algunos delitos conocidos son tan aberrantes que nos mueven a la zozobra inmediatamente. Pero, aunque el sensacionalismo reinante nos haga fabular lo contrario, no estamos en el Detroit desalmado de Robocop, por fortuna.
Cada cual busca legítimamente la forma de adquirir mayor seguridad y, si con la destreza de saber defenderse, una persona se siente más cómoda para deambular y enfrentarse a situaciones concretas donde aprecia la existencia de peligro, nada hay que decir, siempre que no exalte las respuestas violentas como antídoto para todo y sepa abordar sin agresividad los conflictos que así lo permitan, que son la mayoría. Naturalmente, por otra parte, ninguna objeción racional puede haber a que se practiquen disciplinas deportivas de todo tipo que en algún momento han tenido su origen, a veces casi legendario, en la defensa personal. Pero aparten de nosotros esta psicosis contagiosa de que todo prójimo es un potencial peligro y de que vivir sin saber hacerle el anzuelo es casi una temeridad.