17.1 C
Oviedo
viernes 13, junio 2025

Donde nace el bosque

Noelia Velasco
Noelia Velasco
Noelia Velasco es guía de naturaleza, monitora forestal y fotógrafa. Tiene formación multidisciplinar en gestión forestal, educación medioambiental y guía de montaña. Actualmente trabaja como Guía de Naturaleza en los jardines del Museo Evaristo Valle en Gijón. Con su novela “Una ventana al bosque”, ganó el Premio Desnivel de Literatura 2023.

Lo más leído

Todo lo que camina sobre el bosque pisa una historia milenaria. Todo lo que se alza hacia la luz se nutre de memoria. El suelo, oscuro y fértil, guarda en sus profundidades la respiración de los árboles, la descomposición de la luz y el eco de las estaciones. No es una masa inerte, sino un sistema vivo y complejo, considerado uno de los ecosistemas más diversos del planeta. De hecho, el 25% de la biodiversidad terrestre conocida vive en el suelo. Es una memoria activa, un archivo natural donde se conservan esporas, semillas latentes, microfósiles vegetales, compuestos orgánicos e inorgánicos que dan testimonio de procesos ecológicos que pueden abarcar siglos.

Se dice que un pequeño puñado de suelo sano puede contener entre 100 millones y 1.000 millones de microorganismos, incluyendo bacterias, arqueas, protozoos, hongos, nematodos y microalgas. Esta diversidad microbiana cumple funciones esenciales: recicla nutrientes, regula el ciclo del carbono y del nitrógeno, descompone materia orgánica y actúa como barrera contra patógenos. Tomar conciencia de esta red de vida invisible transforma nuestra relación con la tierra. Hundir las manos en esa textura húmeda y oscura se convierte en un acto de respeto. Saber que nuestros gestos pueden regenerar o empobrecer estos ecosistemas invisibles nos obliga a mirar el suelo con responsabilidad.

"Tomar conciencia de esta red de vida invisible transforma nuestra relación con la tierra. Hundir las manos en esa textura húmeda y oscura se convierte en un acto de respeto". Relato de Noelia Velasco para fusionasturias.com

Bajo la superficie del bosque se extiende una red subterránea fascinante: las micorrizas, simbiosis entre hongos y raíces de plantas que permiten el intercambio de nutrientes y agua, así como la comunicación química entre árboles. Esta red, popularmente conocida como wood wide web, permite que las plantas compartan carbono, fósforo, nitrógeno e incluso señales de advertencia ante ataques. Además, los hongos micorrícicos contribuyen a la formación de agregados del suelo, mejorando su estructura y capacidad para retener agua. El humus, fruto final de la descomposición más profunda, es la alquimia del bosque hecha suelo. Oscuro, ligero, casi invisible, guarda en su interior la memoria transformada de hojas, cuerpos y raíces. Es él quien nutre en silencio: retiene los nutrientes como un cofre generoso, amortigua los cambios del pH como un sabio mediador, y en tiempos de sequía actúa como una esponja silenciosa que guarda el agua como quien guarda un secreto. Allí donde hay humus, la vida encuentra el terreno propicio para renacer.

La hojarasca se acumula sin descanso desde que los árboles caducifolios comienzan a agostarse y mientras, el bosque se reinventa constantemente: el musgo actúa como esponja biológica, absorbiendo humedad y albergando microfauna; las raíces buscan minerales en simbiosis con bacterias fijadoras de nitrógeno; los hongos descomponedores degradan celulosa y lignina, dos de los compuestos más resistentes de los tejidos vegetales. En ese silencio denso, el suelo respira a través de su fauna edáfica: lombrices, colémbolos, ácaros, que crean galerías, mezclan capas y oxigenan el perfil. Este intercambio gaseoso es fundamental: el suelo emite CO₂, metano y óxidos de nitrógeno, gases que reflejan su metabolismo y su relación con el clima global.

Un suelo sano vibra bajo nuestros pies como un universo secreto del que brota la vida sin hacer ruido. Relato de Noelia Velasco para fusionasturias.com

Un suelo sano vibra bajo nuestros pies como un universo secreto del que brota la vida sin hacer ruido. La regeneración natural —el proceso por el cual los ecosistemas se restauran sin intervención humana— depende de la calidad del suelo, de su capacidad para retener semillas, nutrientes y humedad, y de mantener su estructura porosa. La biodiversidad prospera allí donde el suelo no ha sido compactado, erosionado ni contaminado. Es un vientre fértil que todo lo abraza y desde el cual se sostiene la red de la vida.

Cuando enseñamos a tocar la tierra con respeto, no solo mostramos cómo sembrar sin herir; enseñamos a percibir lo invisible: los micelios que entrelazan el bosque, actuando como puentes ecológicos; los pequeños invertebrados que fragmentan la materia y permiten su descomposición; los minerales que se disuelven lentamente y alimentan a generaciones enteras de plantas. Enseñamos, en esencia, a proteger esa vida que no se ve, pero lo sostiene todo: como las manos de una madre que no pide nada, como la savia que asciende en silencio, como la sombra del bosque que protege sin ser convocada. Entender el suelo como un organismo vivo nos conecta con la ecología profunda, esa que no separa lo humano de lo natural, sino que nos devuelve al lugar que siempre ocupamos: parte del todo.

El bosque escribe en la tierra con tinta de raíces y caligrafía de lombrices. No necesita palabras para contar su historia: cada capa del suelo funciona como un párrafo vivo, una línea escrita con hojas caídas, restos de corteza, semillas olvidadas y la huella de innumerables criaturas que lo habitan. En la superficie se encuentran los fragmentos más recientes del relato: la hojarasca aún fresca, los restos visibles del paso del tiempo inmediato. Pero conforme descendemos, el lenguaje del bosque se vuelve más denso, más complejo. Las raíces descienden como frases largas buscando agua, mientras los organismos del suelo –hongos, bacterias, lombrices– escriben en una caligrafía minúscula y esencial, descomponiendo y transformando, hilando significados que sostienen la vida.

En las profundidades se acumulan las memorias más antiguas: rastros de incendios pasados, restos minerales de eras geológicas, polen fosilizado de árboles que ya no existen. El suelo, en su aparente quietud, es un archivo dinámico donde la historia natural se conserva y se transforma al mismo tiempo. Aprender a leerlo es aprender a escuchar el bosque de otra manera, desde abajo, desde lo invisible. Y al enseñar esto, al invitar a tocar la tierra con respeto y curiosidad, no solo despertamos la conciencia ecológica: despertamos también la capacidad de leer el mundo como un libro vivo que se sigue escribiendo bajo nuestros pies.

Mirar al suelo no es bajar la mirada. Es abrirse a una dimensión profunda, fértil, donde la muerte se transforma en vida y el tiempo se desmigaja. Mirar al suelo es humillarse por saberse humilde, es postrarse ante lo verdaderamente majestuoso, ante lo incognoscible. Es reconocer que algo más poderoso que nosotros y nuestra deriva, tiene la capacidad de sostenernos sin pedir nada a cambio. Es recordar que todo lo que somos —cuerpo, historia, memoria— nace y regresa a esa matriz oscura y viva que, silenciosamente, nos enseña a permanecer.

¿De cuánta utilidad te ha parecido este contenido?

¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!

Promedio de puntuación 5 / 5. Recuento de votos: 3

Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.

Más del autor /a

Nebulosa de endrino

El bosque sagrado

Fragmentos de invierno

DEJA UNA RESPUESTA

¡Por favor, introduce tu comentario!
Introduce aquí tu nombre


Últimos artículos