La puerta se encontraba al final de un pasillo adornado de miradas salvajes, miradas en un camino que nunca verían.
Su padre le agarró fuerte la mano y mirándole asintió con la cabeza queriendo darle su aprobación. Emiliano miraba a su padre con los ojos llenos de tristeza, con el recuerdo de esas mañanas de escuela y tardes de historias antiguas del pueblo de la voz de los ancianos. Ahora serían inhóspitas, lejanas de una familia y angostas por un trabajo dirigido a la madurez de un cuerpo.
El ruido de las llaves girando alrededor de esa llave dorada sin letras, que hacían volver a la realidad a Emiliano indicando su destino, abría lentamente la puerta, dejando ver una silueta de escasa envergadura y diminuto tamaño.
Emiliano, acostumbrado a las historias que su padre le contaba esas noches que no podía dormir, se figuraba a un señor alto de voz gruesa y manos imponentes, donde un golpe en la mesa sería una orden sin voz. La puerta se abrió hasta que ese ruido irritante golpeó contra la pared.
Al fondo, un escritorio de madera noble y adornos hechos de talla irregular pero fascinante a los ojos. Un cuadro enorme de color, deteriorado por el hollín de una chimenea que fue calor algún invierno no fechado en las historias de los aldeanos, dejaba ver el poder de una familia cercada por el destino de un linaje. Una estirpe que simplemente avasalló con ideas de profecías traídas de una tierra lejana y no escrita en los libros de la escuela.
Entre las sombras de unas cortinas lúgubres, se diluía una figura de diminuta presencia. Tosió dos veces y asintiendo con la mano el avance al despacho de Emiliano y su padre, el amo de llaves cerró la puerta y sus pasos entre la madera denotaban su alejamiento.
Las manos húmedas de su padre hacían que Emiliano lo soltase, secándose al pantalón roto y descolorido por el tiempo; unas manos frágiles, sin curtir, temblorosas e incapaces de sostener la rigidez ante lo desconocido. Miraba a su padre con el deseo de tener la tranquilidad que un padre daría.
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