Su cara reflejaba un miedo tapado por las prendas que apenas se sostenían entre el cuerpo débil de Emiliano. Su padre le agarró fuertemente la mano queriendo mantener aún el lazo que los unía, pero que debía de romperse ante una madurez apresurada.
Al fondo, entre mundos inexistentes en la imaginación de Emiliano que adornaban ese pasillo infinito sin vida, se abrían dos puertas perennes de un brillo artificial que hacía perdurar su esplendor. Emiliano suspiró fuertemente y miró la temblorosa mano de su padre dando más serenidad a sus miedos por desprenderse de ella, una mano que dejaría marcado durante días el fuerte temor que sentía al dejarlo ante la vida sin apenas pasar por una infancia. Una mujer de mirada perdida pronunció su nombre: –¡Emiliano! Ven, te acompaño a tu nueva casa...
Su padre soltó la mano de una inocencia aún sin desembalar en la vida, le miró y consintió que Emiliano se fuese con esa mujer desconocida también para él. Toda una vida trabajando en la Hacienda y era la primera vez que veía a aquella mujer; desconocía el lugar donde su hijo viviría la adolescencia y la madurez.
Era la primera vez que esa puerta se abría ante sus ojos, la primera vez que veía ese césped desgastado y que nunca le habían encargado arreglarlo. Emiliano miró a su padre con cara de “¿Por qué?”; con cara de decirle “No quiero irme de tu lado”, con cara de renunciar a sus sueños al soltarle la mano. Sus ojos de vidrio gótico, reflejaban lo débil que es una persona ante lo desconocido.
Esa mujer volvió a repetir su nombre, pero su tono de voz cambió a una orden, dejando esa amabilidad de cuento de brujas para el siguiente niño que llegase a la casa; Emiliano caminaba con pasos débiles, sólo adelantados por lágrimas que silenciaban el murmullo de un lloro oprimido.
La puerta se cerró y su padre, cayendo de rodillas, asintió ante el Señor. –Al final de la semana lo podrás ver a la hora de la comida, hasta entonces me encargaré de él personalmente– dijo el Señor con esa voz débil hecha de hojas quemadas de tabaco.
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