Por fin, y haciendo un salto en el Mediterráneo pisando en Creta, el deporte llega a Grecia y aquí se transforma todo. Los griegos le dan el sentido que perdura hasta la actualidad mediante un “espíritu” particular, el “Agón”, la competición, el intento de perfeccionar todo lo que ellos tocaban, su particular filosofía o cultura deportiva.
No soy yo muy partidario de datar y poner fechas en la Historia porque son imprecisas, pero, más o menos cuando los HELENOS inventaron el alfabeto inventaron también las Olimpiadas: año 776 antes de nuestra era. Y para situarnos en contexto, decir que tenían dos nexos potentes: la religión y el idioma. La religión, lo que ahora llamamos MITO, estaba en todos los ámbitos de la vida cotidiana. Los griegos se inventaron sus propios dioses y el resto los copiaron; también el idioma, dialectos según zonas, pero el griego para todos.
Entre los dioses que se inventaron según sus necesidades estaba el mensajero, el “ángelos” de los Olímpicos: Hermes, hijo de Zeus y de la hija mayor del gigante Atlas, la musa Maya; ladronzuelo desde su infancia, taimado e ingenioso a más no poder, caracterizado para la posteridad con el pétaso de los caminantes y de los gimnasios, el caduceo y en los pies unas sandalias aladas, aunque a veces también lleva las alas en un peculiar gorro. Ni más ni menos que Hermes fue el protector, entre otras actividades, del atletismo y de la lucha libre o más prudentemente del pancracio de los primeros Juegos Olímpicos.
Ni más ni menos que Hermes fue el protector, entre otras actividades, del atletismo y de la lucha libre o más prudentemente del pancracio de los primeros Juegos Olímpicos.
Hermes fue casi desde su nacimiento el mensajero (“ángelos” en griego) de su padre Zeus. Y como tal, y teniendo el padre que tenía, se vio metido en más de un lío sin desearlo, pero el destino era el destino y los dioses solamente eran inmortales. Sufrían y gozaban, lloraban o se divertían jugando con los humanos, se aburrían con nuestras ocurrencias y nos castigaban, se afligían o directamente causaban nuestra muerte.
Un buen día Zeus se enamora de la princesa argiva Ío y para lograrla, sin que su esposa se dé por aludida, la transforma en ternera blanca. Mas Hera que de tonta tenía muy poco y sabedora de cómo se las gastaba Zeus, se entera y solicita a su marido que le regale aquella preciosidad de animal, a lo que éste no se puede negar. Entonces la esposa mil veces denostada, la coloca bajo el cargo del gigante que nunca se dormía: Argos Panoptes (de los cien ojos) y Zeus que todo lo sabe, echa mano de su emisario y le encarga que dé muerte a Argos, cosa que logra contándole aburridos cuentos hasta que se duerme y entonces Hermes –según nos cuenta Ovidio en las Metamorfosis–, una vez le llegó el sopor, fue acariciándole sus párpados con el caduceo y para rematar su obra le corta la cabeza con una espada en forma de hoz. Luego recoge uno a uno todos los ojos y los coloca sobre la cola del pavo real. Muerte y belleza eternas.
Capaz de recorrer las distancias más inverosímiles en un instante, Hermes es el patrón o protector de los “hemerodromos” o corredores / emisarios de los humanos, aquellos atletas que, como siglos más tarde Filípides, se encargaban de llevar las noticias entre los pueblos por los intransitables caminos de la Grecia Clásica, donde se llegaba antes corriendo que a lomos de un burro. Otra cosa era ir a caballo, pero en aquella época eran demasiado pobres y sólo los ricos tenían caballerías que salían excesivamente caras y su posesión era cosa “legendaria”, vaya, como tener ahora un coche de Fórmula 1 y utilizarlo solo en carreras entre nobles y en Olimpiadas, que venía a ser lo mismo.
Durante siglos, los hitos o mojones, fueron los marcadores de la distancia que separa las capitales de los pueblos, en kilómetros.
Es el dios protector de los caminos y se le representa como un hito de piedra en cuya parte superior hay esculpida la cabeza del mismo dios y en su parte media unos testículos con el correspondiente falo. Es la solución o punto final de las “hermas” helenas, los montones de piedras que delimitaban fronteras o marcaban las distancias. En Atenas solían colocarse a mitad de camino del Ágora y los diferentes demos. El caso es que, durante siglos, los hitos o mojones, fueron los marcadores de la distancia que separa las capitales de los pueblos, en kilómetros.
Las piedras se situaban en los cruces de caminos, donde los romanos y otras tribus colocaban a sus enfermos a esperar la cura procurada por los viajeros, o directamente la muerte. Cada persona que pasaba, solía entonces arrojar una piedra en memoria o evitando el mal de ojo.
Los Betilos, para mí las primeras “hermas” de la historia, eran unas piedras consideradas sagradas por los moradores de Fenicia y alrededores y ya sabemos la influencia zonal entre la Media Luna Fértil y la Hélade antes y durante la Grecia Arcaica. El nombre proviene del término hebreo Beth-El: “Morada de Dios” o “Recuerdo de Dios”, aunque en la zona denominaban “Betilo” a los meteoritos, las piedras del cielo o “piedras del rayo” y que erguidas –o no por obligación– simbolizan la presencia de los dioses; y así tenemos la Piedra Negra de la Kaaba en La Meca, la Lapis Niger de Roma, el Betilo de Tejada la Vieja (Escacena del Campo) que se encuentra expuesto en el Museo provincial de Huelva o el más famoso, el Ónfalo délfico, la piedra que Gea le dio a Cronos –devorador de sus hijos– para hacerle creer que era su retoño Zeus y una vez vomitada, el mismo Zeus lleva a Delfos.
Los Betilos eran unas piedras consideradas sagradas por los moradores de Fenicia y alrededores (…). El nombre proviene del término hebreo Beth-El: “Morada de Dios” o “Recuerdo de Dios”, aunque en la zona denominaban “Betilo” a los meteoritos, las piedras del cielo o “piedras del rayo” y que erguidas simbolizan la presencia de los dioses.
En Aragón, existía la costumbre de amontonar piedras en los lugares donde se había producido una muerte más o menos violenta, ya sea un accidente o un asesinato, para que las almas descansaran. A manera de recordatorio, a través del Pirineo aragonés penetraron los celtas en Iberia en dos ocasiones u “oleadas”, una hacia el 900 y otra en el 600 a.n.e, y evidentemente provenían de Centroeuropa.
Y esto es bastante lógico si pensamos en la transmisión de costumbres, ritos e incluso religiones, que hicieron los romanos a lo largo y ancho de su imperio (heredero de Grecia). Pero el mismo ceremonial resulta sumamente interesante cuando acontece sobre las cumbres de los Andes: las apachetas o montículos de piedras blancas (muy vivibles y queridas por los indios) en forma semicónica, o simplemente piedrecillas del camino que los mismos arrojan y van amontonando a su paso, en homenaje a la Pachamama. O la costumbre existente en la isla de Timor, consistente en arrojar piedras allá donde se produce un asesinato (la muerte más violenta).
Las imágenes de Hermes fueron erigidas delante las casas y de todos los gimnasios y palestras de la antigüedad post homérica, sobre todo en Atenas.
Volvamos a Grecia. Hermes, nuestro actual dios, era también el patrón de los viajes y expediciones, de los cuatreros y demás ladrones y de los gimnasios, sin que los unos tengan que ver con los otros obligatoriamente. Esto de los deportistas es una tradición tardía, pero lo es. Los griegos fueron muy dados a la religiosidad y al deporte sobre todo de cara a la preparación para la guerra.
Nos cuenta Carlos García Gual en su Historia mínima de la Mitología, que nuestro dios Hermes fue quien insufló en el interior de Pandora su carácter taimado y voluble cuando Zeus preparó su trampa como consecuencia del robo del fuego por parte de Prometeo. Les hizo un regalo en nombre de todos los dioses (pan – todo y doron – regalo): Pandora, fabricada desde el barro por Hefesto con una figura grácil y tan bella como las diosas que fueron su modelo. Atenea le infundió el arte de las labores caseras, Afrodita la gracia y la seducción y Hermes ya sabemos qué.
Las imágenes de Hermes fueron erigidas delante las casas y de todos los gimnasios y palestras de la antigüedad post homérica, sobre todo en Atenas.