Su mano apretando mis endebles dedos dejaba la mía fría y áspera, mientras balbuceaba palabras sueltas y nunca escritas en ese diccionario que se alzaba encima del encerado de la escuela, aquel del que la profe nos leía cada día una página llena de palabras, sinónimos y antónimos.
Sus piernas eran delgadas como dos ramas secas de ese árbol dónde el petirrojo cantaba cada mañana al unísono con el gallo, pero sus pasos, firmes y de zancada grande, me hacían correr para no ser arrastrado por el camino empedrado y cubierto de hojas de ese lugar caduco.
–Ya llegamos, ¡¡esta será tu nueva casa!!– dijo esa mujer con voz arisca y sin rastro de querer escuchar una respuesta. Su mirada borraba mi voz. Tragué la poca saliva que deambulaba en mi boca, dejando mi voz sin vocales que acompañasen a esas consonantes.
Abrió esa puerta de barrotes oxidados delatando la precariedad de mi nueva casa; un haz de luz formaba dos cuadrados de madera entre el color negro del suelo.
–¡¡¡Vamos, entra!!! No te quedes ahí como un pasmarote– me dijo.
Mis pasos eran débiles, pequeños, temblorosos y sin apenas contacto con ese suelo sin luz; no quería interrumpir el silencio de ese lugar impidiendo ver la realidad, cuando escuché un “click”. Me di la vuelta, viendo esos dedos largos subiendo el interruptor sin que la carne ocultase los huesos. La luz tenue iluminó un pasillo largo de quince camas a cada lado y una puerta al fondo de un aseo delatado por una letra W y una C clavadas en dicha puerta. Entre cama y cama, una mesita de noche ocupaba el pequeño espacio.