Un camino lleno de secuoyas protegía “La Hacienda de Dios”, como Emiliano le llamaba. Muros de piedra y barro más altos que su padre; cristales insertados en la cima de esos muros puntiagudos daban a pensar si serían por los animales salvajes o una revolución del pueblo.
Emiliano recordaba el itinerario, dado que hacía una semana su padre lo llevaba a rastras por sus sueños sin cabida en ese tiempo que le tocó vivir. La Hacienda no era ostentosa, si en lujo se dijese, pero sí grande en extensión y rica en pertenencias y víveres. Dado el lugar donde se situaba, eso era considerado riqueza.
Allí estaba, ese hombre menudo de bigote negro sin labio, esperándolo con un manojo de llaves haciendo que el sonido, que salía de ellas chocándose entre sí, fuese la B.S.O. de sus pasos a la madurez con nueve años en su piel.
–Bienvenido, Emiliano, a la Hacienda de Amalio de Dios. Coja esos enseres y sígame por favor, el señor Amalio lo espera en la casa del Sol y no le gusta que le hagan esperar.
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