Todo proceso electoral es vértice y manifestación de las pulsiones internas de una sociedad en cada momento, aunque no ofrezca un diagnóstico completo de situación. Ciertamente, la fotografía resultante no es totalmente fiel a la realidad y a sus corrientes subyacentes, mucho más complejas y dinámicas. Además, en bastantes ocasiones, factores secundarios (una buena o mala estrategia electoral, un error grave de campaña, de comunicación o de mensaje, una oleada de acontecimientos últimos que decantan las preferencias, etc.) influyen en el resultado más de lo esperado, produciendo impresiones equivocadas en el espectador, cuando analiza el destino de los votos. A su vez, en el ansia de extraer conclusiones inapelables, nos apresuramos a etiquetar cada proceso de “histórico” y símbolo definitivo de una era. En el paradigmático caso norteamericano, por ejemplo, ni la elección de Obama en 2008 significó la superación definitiva de todas las tensiones raciales ni la sublimación de la versión progresista del sueño americano; ni tampoco el triunfo de Trump en 2016 (no en voto popular pero sí en compromisarios del Colegio Electoral) comporta que el pueblo de Estados Unidos haya enmendado a la totalidad los valores nucleares de su democracia. No obstante, son siempre muestra de una tendencia, reversible o puntual, pero ilustrativa.
El resultado de las Elecciones al Parlamento Europeo, en el conjunto del continente, es, de este modo, sintomático de muchas cosas, aunque queramos tranquilizarnos (vistos los vaticinios, mucho más sombríos) con el hecho de que las fuerzas eurófobas y nacional-populistas no hayan alcanzado minorías de bloqueo. En España, el resultado más limitado de Vox, que incluso perdió cierto fuelle respecto de las Elecciones Generales (6,20% del voto en mayo frente al 10,26% en abril) también se ha presentado como un cierto alivio; contrarrestado, tristemente, por la capacidad de PP y C’s para ahorrarse escrúpulos a la hora de dar barniz de normalidad a los pactos alcanzados con la ultraderecha en numerosos municipios para la elección de alcaldes. El dibujo global, en todo caso, refleja una realidad preocupante, si consideramos la capacidad de “desconexión democrática” que ha demostrado una parte no pequeña del electorado europeo, dispuesta a dar su respaldo a fuerzas alineadas con el modelo de “democracia liberal”, que exhiben desafiantes su distancia respecto de los principios básicos sobre los que hemos venido edificando la convivencia.
El resultado de las Elecciones al Parlamento Europeo, es sintomático, aunque queramos tranquilizarnos con que las fuerzas eurófobas y nacional-populistas no hayan alcanzado minorías de bloqueo
El periodo que se abre por delante no sólo será, por lo tanto, una etapa común de gestión, de aplicación más o menos fiel de los programas políticos concretos para el mandato o de administración esforzada de las muchísimas dificultades que se encontrarán los responsables públicos al frente de los gobiernos e instituciones. Al contrario, el futuro a corto plazo presenta, como pocas veces ha sucedido recientemente, una contraposición de modelos y valores, representación de las guerras culturales de nuestra época, que se libran en todos los ámbitos y desde luego en el puramente político. En efecto, la sociedad se debate entre la vigencia y renovación de los principios que consideramos fundacionales de nuestros sistemas políticos y en su aplicación práctica. Si consideramos la igualdad y la remoción de los obstáculos que la impiden (como dice sabiamente el artículo 9.2 de nuestra Constitución) como objetivo colectivo, o estamos dispuestos a admitir la disgregación y la pervivencia de las discriminaciones históricas. Si nos importa la cohesión social y combatimos la precariedad creciente, o consideramos la estratificación y la inequidad como escenario inevitable o incluso deseable para quienes ostentan una posición de privilegio material. Si creemos en la cultura de la paz, la integración y la convivencia como fuente de estabilidad o apostamos por el control social, abrazamos el discurso securitario y agitamos la desconfianza por bandera. Si vamos a estrechar lazos culturales, económicos y sociales en un mundo global en el que estamos llamados a la cooperación en estructuras internacionales, o apostamos por identidades cerradas (cuyo canon gestiona celosamente una minoría) pretendidamente superiores que lo entienden todo en una relación de dominación. Si confiamos en el Estado de Derecho, la limitación y división de los poderes o nos entregamos a la deriva autoritaria buscando salvadores de la civilización que no tengan complejos en el ejercicio del poder. Todo eso late en las disputas políticas y sociales de nuestros días, con el telón de fondo de una sociedad agitada y con las costuras desgastadas por los efectos perdurables de la crisis.
De los líderes públicos y de los representantes elegidos en los últimos procesos electorales que se adscriban a corrientes progresistas se espera que no se limiten al oportunista juego de surfear las corrientes ni que se olviden de lo mucho que está en liza, enfrascados apenas en el día a día. Dar en todos los campos la batalla de las ideas y ganar capacidad de influencia en el debate social es esencial en nuestro tiempo. Más aún, es una obligación para todo el que tenga un compromiso político elemental con el ideal de progreso, hoy más cuestionado y en riesgo de lo que lo estuvo en las últimas décadas.