¿Se amarían algunos en la nada?
Los amantes exigen alimento;
el pálpito de un labio despojado
de una constelación de bocas negras.
Armas para salir de una piel rota
en los atardeceres sin celindas.
Enhebrar un futuro reclinado
a las pupilas ardientes de sombras
que olvidaron convulsas a Diana.
Pudo haber existido allí un mañana,
abandono del yo, presencia firme
de los pies que se anclan a la tierra.
Percibir la energía de su manto
y omitir los deseos que suponen
dolor, experimento de la vida.
Hay que ahondar en el soy, sentir las piedras
en los dedos del alma descompuestos.
La amatista recubre el corazón
fracasado, revive lo divino
del silencio en los campos sin veleta.
¿Hablarían de amor la Noche Buena?
¿Aunque fuera el crepúsculo del odio
una leve cascada de ternura?
El Mesías no basta para ellos,
todavía esperan la paz eterna.
Nada que celebrar, ni la venganza
contra los que robaron su existencia.
Sobrevivir sería su aguinaldo.
Cada día el mismo interrogante
ante ojos asesinos sin crepúsculos.
El mejor villancico es el silencio.
La luna envejecida en el invierno,
más de lo que los cuerpos soportaron.
La compasión perdida entre la nieve,
tumba del sufrimiento de las vidas
muertas, amontonadas en un árbol
sin estrella, conífera inocente.
Debió existir un auschwitz en los hombres
extramuros del campo violentado,
crueles conocedores y eruditos
de tiempos de exterminio y de barbarie.
Quizá hoy suene el eco humedecido,
cuando zambomba y pandereta languidecen.
Suena Mahler, sus Kinder Totem Lieder
por ángeles sin rostro numerados,
zanja en la bienvenida a los astros
reducción de las almas invitadas.
Deseo de morir, quizá esperanza.
No debió de existir luz en el campo,
luciérnagas en los templos sagrados,
catedrales o iglesias silenciosas
majestuosas llaman a liturgias
paradigma del sueño naufragado
de los otros culpables mientras viven.
Tampoco hay luz en el tormento de los días
cuando la aurora colma con azufre
la arena extraviada en el cristal
de los relojes viejos sin memoria
y anuncian la llegada de la muerte.
Ojos mirando al ras del suelo sucio
donde una hormiga se abre al mundo huero
temerosa de rostros anudados
impedidos de ver la luz del día.
Esos cuerpos tatuados por el odio.
No hay dolor en la tinta escurridiza
por poros de una piel incandescente
en la tierra que no imaginó Rilke.
La agonía anestesia los secretos
de quienes han perdido hasta sus nombres
como un volcán sepulta a los amantes.