El proceso de admisión de alumnos en el primer curso de Infantil en los centros educativos asturianos puso de manifiesto, hace unas semanas, una de las caras más amargas del proceso de envejecimiento y de despoblamiento que padece Asturias. La caída continua en las peticiones de plaza, el previsible cierre de aulas que comportará, la existencia de centros sin solicitudes de admisión, son muestras de la gravedad del problema. Los partidos políticos lo han situado como prioridad, con distintos matices y grado de coherencia o sesgos ideológicos, en su programa para las recientes elecciones. En la Legislatura autonómica que acabamos de concluir, además, se aprobó por el Gobierno el Plan Demográfico del Principado de Asturias 2017-2027, que es el primer instrumento de esta naturaleza para coordinar actuaciones, con una visión de largo alcance.
Durante los próximos años, el debate se acentuará a medida que el declive poblacional se haga patente, se pierda el umbral simbólico del millón de habitantes, la disminución de la población activa debilite nuestra economía y el despliegue de los servicios públicos en el territorio se enfrente a discusiones crecientes sobre su eficiencia y sostenibilidad. La crisis demográfica agudizará todos los problemas endémicos de Asturias, porque es causa y efecto de la pérdida de dinamismo económico, cívico y social, así que el panorama es crítico. El problema, claro está, no es sólo de nuestra Comunidad, sino de todo el continente europeo, aunque aquí presente un grado más agudo.
Las respuestas, por otra parte, difícilmente pueden obviar determinados condicionantes culturales y no pueden pasar por recetas que no se acomoden a las prioridades vitales ni al sentir social. Ni las mujeres en edad fértil van a renunciar a tener una vida profesional y personal diversa y enriquecedora para dedicarse en exclusiva a la maternidad durante un periodo prolongado, ni sería deseable que lo hiciesen (sólo con una mentalidad antediluviana podría pretenderse tal cosa). La incorporación de los padres al cuidado de los hijos y a la corresponsabilidad familiar no significará necesariamente un aumento notable de la natalidad, aunque el permiso de paternidad sea a corto plazo igual e intransferible. La procreación no estará, por decisión legítima, entre los planes de muchas parejas; y, en otras muchas, la planificación familiar y la decisión de tener uno o, como mucho, dos hijos, no variará aunque el entorno laboral y el respaldo económico a las familias mejoren. Por muchos servicios públicos que se refuercen, con evidente proyección en el apoyo a las familias, no se revertirá de forma radical la baja tasa de natalidad, aunque la disminución de nacimientos (menos de 6.000 por primera vez en 2018) se pueda paliar. Esto no quiere decir que las medidas de apoyo a las familias sean secundarias; al contrario, el objetivo debe ser ofrecer un marco de derechos laborales y sociales, servicios públicos y bienestar social que no desaliente a quienes quieren tener hijos. Las invocaciones, un tanto desesperadas, a un repunte de la natalidad como bien en sí mismo, parecen transidas de una cierta angustia existencial que no se justifica cuando la continuidad de la especie humana no está precisamente en peligro por la falta de nacimientos (el problema es, en todo caso, la superpoblación).
El flujo inmigratorio va frecuentemente asociado a fricciones y desafíos de toda clase, también a metamorfosis sociales y culturales.
Sólo el aumento del flujo inmigratorio tiene, por lo tanto, la capacidad de revertir sustancialmente el ciclo de la despoblación y dicho proceso vendrá, sobre todo, de la mano del incremento de la actividad económica. Como ésta, a su vez, guarda íntima relación con el dinamismo demográfico, estamos en un círculo vicioso que cuesta romper. En todo caso, sí parece claro que alentar el proceso inmigratorio, de nacionales y extranjeros, así como el retorno de los asturianos que probaron suerte en otros destinos y que tengan el deseo de regresar, debe estar entre las prioridades, ofreciendo un entorno apetecible para la actividad económica y el trabajo, calidad de vida y, en estos tiempos poco propicios, hospitalidad para con todos. A la postre, el reequilibrio de población que permita, en los países en proceso de envejecimiento, la atracción de personas venidas de otras latitudes con disposición a desarrollar aquí sus proyectos, junto con la moderación del crecimiento de población en las zonas del globo donde la explosión demográfica es un hecho, parece de sentido común.
Ciertamente, el flujo inmigratorio va frecuentemente asociado a fricciones y desafíos de toda clase, también a metamorfosis sociales y culturales. Pensar que se pueden soslayar cerrando las puertas es absurdo y contraproducente. Debemos aprender a ser partícipes de dicho proceso de cambio, porque creer que las identidades culturales son compartimentos estancos sin interacciones ni evoluciones ni procesos de hibridación, es vivir de espaldas a una realidad mutable. En un mundo de referencias e intercambios globales, con una transformación radical en ciernes por el proceso de digitalización que afectará a todos los campos, también al identitario, es absurdo pensar en preservar esencias que, además, son, en buena medida, mistificaciones. Claro que esto no comporta aceptar, cuando se trata de determinados valores nucleares, un relativismo que acepte una transacción en principios básicos. De lo que se trata es de forjar una identidad colectiva, democrática, abierta y atrayente que favorezca la integración y facilite que quien provenga de terceros países encuentre en el sistema de derechos y libertades una referencia que haga propia, abrace y enriquezca con su acervo, a la par que el acceso a los derechos políticos y a la nacionalidad se produzca de una manera más flexible. Lo contrario, las políticas visceralmente contrarias a la inmigración, que viven de una ensoñación de naciones eternas configuradas con un componente en última instancia étnico o racial, como si la identidad del nativo y del extranjero fuesen antagónicas, diametralmente diferentes, inalterables y aisladas (premisas que no se sostienen), además de peligrosas, son simplemente suicidas, en una Europa envejecida que languidece.