En aquellos años, el deseo civilizador residía en la multilateralidad, la gobernanza global, el refuerzo de las organizaciones internacionales, el diálogo intercultural y la cooperación entre Estados y sociedad civil, en todos los planos. Frente a la imagen atroz de las Azores, que certificaba el desprecio a la resolución pacífica de controversias y la prepotencia de líderes a caballo entre el oportunismo y el mesianismo, se alzaba la esperanza del reequilibrio y la reconducción de las relaciones internacionales a cauces en los que primase una cierta simetría y contención.
El mundo multipolar de nuestros días no es el de la soñada colaboración y respeto mutuo, sino el de la renovada carrera armamentística, el despliegue de nuevas formas de presión sobre vecinos y neutrales y la contienda descarnada por los recursos.
Los excesos del unilateralismo y, singularmente, los efectos de la crisis económica global, han dado fin a aquella etapa. El declive de la superpotencia viene coronado con el repliegue que preconiza Donald Trump y con el descrédito derivado de una dirección errática y confusa de los asuntos internacionales, como hemos visto en estos primeros meses de su mandato. Pero, lo que ha sucedido en la última década, sin embargo, no ha sido precisamente el avance hacia el anhelado multilateralismo y la prevalencia del Derecho Internacional. El reemplazo se ha encontrado en el afianzamiento de nuevos imperios, que, a remedo de los de comienzos de siglo XX, no tienen el menor interés en construir una comunidad internacional digna de tal nombre, sustentada en el Derecho y en la fortaleza de las organizaciones en las que cristalice la cooperación. El ejercicio autónomo de la fuerza, el abuso de poder, la marca autoritaria en la práctica política y en la relación con terceros, son el distintivo que caracteriza la actuación de Rusia o de China, acompañando a Estados Unidos en esta competición por el dominio. El mundo multipolar de nuestros días no es el de la soñada colaboración y respeto mutuo, sino el de la renovada carrera armamentística, el despliegue de nuevas formas de presión sobre vecinos y neutrales, el perfeccionamiento del espionaje en la era tecnológica, el control aplastante sobre la disidencia, la guerra cibernética y la contienda descarnada por los recursos. Cuando Rusia incurre en provocaciones sobre los países europeos, alienta a los líderes ultranacionalistas, invade Crimea y desprecia la integridad territorial de Ucrania o Georgia, demuestra que su recuperada fortaleza no pretende reivindicar un papel adecuado a la importancia de su país sino reverdecer sueños imperiales. En el caso de China, amparando la agresividad nuclear de Corea del Norte y desafiando a los países del entorno en contiendas territoriales, la aspiración de hacerse valer no persigue un equilibrio sino la supremacía, cuando menos en esa parte del globo.
Ninguno de los imperios aspira al progreso global edificado sobre los Derechos Humanos, la convivencia e interdependencia de pueblos y culturas y el respeto a las generaciones venideras mediante la preservación del medio ambiente. Faltan contrapesos, y no se atisba en las potencias en pugna soterrada, ni siquiera en los Estados Unidos (en pleno proceso de involución, pese a su tradición democrática), un impulso dirigido a humanizar y pacificar las relaciones internacionales. A todos ellos, por cierto, parece interesarles –lo que no es, para nada, casual- una Unión Europea débil y en crisis de identidad.