La protesta no había trascendido hasta que proliferaron en el territorio británico otras reivindicaciones de similar carácter, algunas de ellas con importante intensidad e incluso marcadas por un carácter fuertemente intimidatorio contra los trabajadores foráneos, siendo más conocidos los acontecimientos sucedidos en Lindsey (Grimsby, North Lincolnshire) en los que operarios italianos y portugueses de las obras de construcción de una refinería fueron objeto de las iras de los trabajadores británicos. El hecho es que estos sucesos no han resultado anecdóticos, porque una ola de frustración y desesperanza, mezclada con cierta mezquindad y su punto de ignorancia, ha llevado a desempleados británicos a equivocarse de adversario y arremeter contra los trabajadores extranjeros, y a sindicatos y grupos políticos oportunistas a esparcir su demagogia xenófoba y antieuropeísta en terreno abonado por las dificultades económicas y laborales. El resultado, en este caso, afecta a empresas asturianas que encuentran inconvenientes para prestar sus servicios en territorio británico, y a empleados asturianos cualificados que se ven amenazados por tratar de ganarse el sustento desarrollando su trabajo para dichas empresas. Si cuando arrecian las dificultades se aplican a las primeras de cambio criterios cortoplacistas y populistas, y los Estados que forman parte de la Unión Europea y sus sociedades se repliegan en el nacionalismo económico, se tirarán por la borda en un abrir y cerrar de ojos décadas de cultura de integración económica comunitaria.
En esta controversia está en juego la pervivencia práctica de las libertades comunitarias elementales sobre las que se ha edificado -con éxito, pese a los reveses- la construcción europea, puesto que en su sustrato básico se encuentra la libre circulación de los factores de producción, la movilidad de los trabajadores en el espacio comunitario, y la posibilidad de que empresas radicadas en un Estado miembro puedan prestar sus servicios en otro, como es el caso. La creación de un mercado interior que abarque al conjunto de los 27 países que forman parte de la Unión Europea, acompañado de las políticas de cohesión y desarrollo regional, han sido avances irrenunciables, que no han alcanzado todavía su cumbre, pero que han tenido efectos netamente positivos para el desarrollo económico del conjunto, y que además han sentado unas bases políticas e institucionales imprescindibles para dar nuevos pasos -los más complejos- en la integración europea, en ámbitos no estrictamente económicos. Si cuando arrecian las dificultades se aplican a las primeras de cambio criterios cortoplacistas y populistas, y, en consecuencia, los Estados que forman parte de la Unión Europea y sus sociedades se repliegan en el nacionalismo económico, el cierre de fronteras, la fragmentación del mercado y el proteccionismo, se tirarán por la borda en un abrir y cerrar de ojos décadas de cultura de integración económica comunitaria, y los efectos serán negativos: economías nacionales menos competitivas, menos transacciones comerciales, menos posibilidades de intercambio económico y, de la mano, sociedades más cerradas y ensimismadas.
Posiblemente desde esta tierra tengamos plena legitimidad para indignarnos cuando insultan y amedrentan a un trabajador asturiano en Staythorpe, al mismo tiempo que somos capaces de entender la furia que proviene de la falta de expectativas de los trabajadores británicos golpeados por la crisis y el desempleo, porque también Asturias conoce y ha conocido momentos de dificultad severa. Pero la comprensión de estas inquietudes no debe suponer falta de firmeza en el respaldo a los trabajadores asturianos desplazados, ya que de lo contrario, tanto en esta como en otras circunstancias -y también en nuestro propio territorio- una vez más los trabajadores extranjeros pueden convertirse en injusto blanco de críticas y recelos, abriéndose paso una peligrosa escalada, tristemente conocida en la historia europea, que conduce siempre hacia la caverna.