El Derecho no está reñido con la creatividad, ni con las interpretaciones audaces de las normas que permitan una aplicación actualizada y abran nuevos caminos de progreso
Las democracias de baja intensidad y autoritarismos varios que abundan en nuestros días son duchos en este proceder y no faltan quienes, desde profesiones jurídicas, a despecho del rigor profesional debido, se prestan a colaborar en dotar a la operación del ropaje necesario, también para disfrazar a expresiones populistas de una consistencia jurídica de la que carecen. Véase, en nuestro pasado inmediato, la arquitectura alambicada de la «Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República Catalana» destinada a presentar como refinado producto transicional lo que no dejaba de ser una sencilla quiebra del orden constitucional a la brava. Es la muestra más cercana y de más fácil comprensión por su actualidad, aunque, si lo comparamos con lo que pasa en otros países, no es el ejemplo más dramático; si bien pudo serlo, lo que no debe olvidarse.
El Derecho no está reñido con la creatividad, ni con las interpretaciones audaces de las normas que permitan una aplicación actualizada y abran nuevos caminos de progreso, tanto en la futura actividad legislativa como en la tarea jurisdiccional y administrativa. Pero lo que repele es extraer deducciones y consentir aplicaciones apartadas diametralmente de la ley; o, cuando se trate de sistemas democráticos, admitir su fractura completa, que equivaldría a despreciar la voluntad popular de la que emana la ley y saltarse las limitaciones al poder que constituyen la base de dicho sistema. Ciertos requiebros y artificios con pretensión de innovación jurídica o de construcción de una nueva legalidad alternativa (tan tramposa como los «hechos alternativos» de la propaganda oficial) no son muestra de un Derecho líquido y adaptativo, sino de la liquidación del Derecho como instrumento de convivencia y ordenación de las relaciones humanas y sociales. Cuando el ciudadano contempla cómo en algunas ocasiones (escasas, pero a veces muy significativas) se pretende dar un barniz de legalidad el ejercicio más elemental de la arbitrariedad, y cómo se edifica sobre los cimientos defectuosos de la falacia un artefacto complejo de pretendida solvencia, se degrada la apreciación social de la ciencia jurídica. Ésta deja entonces de ser objeto del trabajo de juristas en el análisis, interpretación y aplicación del Derecho, pasando a ser materia de brujería, de la que obtener el resultado deseado pronunciando palabras escogidas a las que se les confieren poderes taumatúrgicos.
Toca, por lo tanto, reivindicar el rigor y la consistencia de la ciencia jurídica y evitar que todo poder con pretensiones autoritarias engañe con la complicidad de mercenarios que no sirven a esta ciencia sino a su amo.