Desde tiempos inmemoriales, el ser humano ha sentido una pulsión inevitable: la de narrar. Antes de que existiera la escritura, incluso antes de que el lenguaje articulado estuviera completamente desarrollado, ya dibujábamos escenas en las paredes de las cavernas. No era solo una forma de dejar registro. Era, y sigue siendo, una manera de explicarnos el mundo, de transmitir lo que sentimos, de compartir lo que sabemos o deseamos. Contar historias es un acto profundamente humano porque nos conecta con otros y, al mismo tiempo, nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos.
El acto de narrar surge de la necesidad de darle sentido a lo vivido. Cuando compartimos una experiencia, la organizamos mentalmente. Ponemos en orden el caos. Nombramos emociones. Buscamos causas y consecuencias. Al contar, estructuramos el mundo interno y externo. Esta capacidad, según estudios de neurociencia cognitiva, activa zonas del cerebro relacionadas con la empatía, la memoria y la imaginación. En otras palabras, cuando relatamos, también sanamos y creamos.
El acto de narrar surge de la necesidad de darle sentido a lo vivido. Cuando compartimos una experiencia, la organizamos mentalmente. Ponemos en orden el caos.
Pero la necesidad de contar historias no es solamente personal. Es también social. Las comunidades han sido tejidas por relatos compartidos. Mitos, leyendas, canciones, anécdotas familiares. Todo grupo humano ha construido su identidad a partir de lo que se cuenta. Incluso hoy, en tiempos digitales, seguimos consumiendo historias constantemente. Las redes sociales, las series, los podcasts, los libros, las películas. Todo nos invita a entrar en narrativas ajenas que, de algún modo, también nos pertenecen.
Lo interesante es que no todos contamos historias para entretener. A veces lo hacemos para advertir, para enseñar, para resistir o simplemente para no olvidar. En situaciones de trauma o dolor, contar lo vivido puede convertirse en una forma de liberación. La psicología moderna lo ha comprobado: poner en palabras lo que duele es una vía para procesarlo. Y cuando alguien escucha con atención, se establece un puente que trasciende el relato mismo. Aparece la conexión, la pertenencia, el consuelo.
Contar historias es un acto profundamente humano porque nos conecta con otros y, al mismo tiempo, nos ayuda a comprendernos a nosotros mismos.
Además, no hay que subestimar el poder que tiene una historia bien contada. Puede cambiar perspectivas, romper prejuicios, despertar vocaciones o movilizar emociones profundas. Una historia puede ser una chispa, un espejo o una brújula. Y aunque cambien los formatos, las pantallas, los medios, lo esencial permanece: seguimos necesitando que alguien nos cuente algo. Algo que nos toque, que nos haga pensar, que nos devuelva algo que creíamos perdido.
Contar historias no es solo un oficio de escritores o guionistas. Es una práctica cotidiana. Cada vez que alguien comparte una experiencia en voz alta, cada vez que leemos en voz baja, cada vez que recordamos algo del pasado y lo volvemos relato, estamos reafirmando nuestra humanidad. Porque en el fondo, contar es vivir dos veces. Y escucharnos unos a otros, quizás, sea una de las formas más profundas de amarnos.
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Hasta nuestra próxima historia…