La última década ha dado como resultado una Europa netamente peor, en la que crisis económica ha horadado la cohesión social y ha herido el modelo de protección pública.
Tampoco podrían imaginar entonces que unos años después el entorno geopolítico experimentaría conmociones tan relevantes como la crisis con Rusia a cuenta de la situación en Ucrania, la convulsión en el mundo árabe, el incremento del terrorismo fundamentalista (incluyendo la participación en él de personas ya nacidas y criadas en Europa, con una enorme desafección a los valores que ésta pretendía representar), la sensación de tensión permanente instalada en París o Bruselas, la cercanía con conflictos desgarradores como las guerras civiles en Siria o Libia y la crisis de refugiados que ha mostrado la peor cara de dirigentes nacionales incapaces de superar la agenda involucionista que marcan fuerzas políticas y sociales de corte populista. Pero el hecho es que, aunque ante todas estas dificultades la Unión trata de sobreponerse y sortear sus múltiples insuficiencias con soluciones de compromiso y, en ocasiones, con medidas de mayor alcance (por ejemplo, en el ámbito económico con la unión bancaria y el Mecanismo Europeo de Estabilidad), y pese a que el Tratado de Lisboa incluyó una parte relevante de las modificaciones de carácter institucional prevista en el proyecto de Constitución Europea, desde 2005 se ha perdido el impulso de integración, el anhelo europeísta se ha sustituido por la suspicacia y el ambiente se ha tornado, con los acontecimientos de este periodo, hostil para el proyecto común, en riesgo de sufrir un retroceso importante si en los Estados termina por imponerse esta tendencia regresiva (que en buena medida ya domina el debate público).
Quizá si, por arte de magia, muchos votantes de 2005 pudiesen haber visto una síntesis de la Europa en la que algo más de una década después batallamos, se habrían pensado dos veces dirigir el tren de la integración hacia vía muerta, porque con una Unión más robusta políticamente, con más facultades de actuación, y en la que la lógica federal se hiciese valer, hubiéramos respondido mejor –no sin contratiempos, evidentemente- a la enorme dimensión de los problemas que hoy nos empequeñecen y nos hacen replegarnos en la nociva y errónea quimera del retorno a los Estados-nación.