Cuando Beate Klarsfeld, tras colarse con un pase de prensa en el Congreso de la CDU en Berlín, saltó a la mesa presidencial para propinar una bofetada al Canciller alemán, el antiguo miembro del partido nazi reconvertido a democratacristiano Kurt-Georg Kiesinger, provocó en un primer momento sorpresa e indignación.
Corría el año 1968, las democracias occidentales se agitaban por sus propias contradicciones, incapaces de dar respuesta a la insatisfacción vital de sus generaciones jóvenes y corroídas por las convulsiones de rechazo a las sombras del autoritarismo. En ese contexto conflictivo, la cazadora de nazis llevaba a cabo desde 1966 una intensa campaña dirigida a exigir la renuncia del responsable del Gobierno de la República Federal Alemana, por su pasada colaboración con el régimen hitleriano. El mensaje que Beate divulgó por todo el país, siguiendo los pasos de Kiesinger en buena parte de sus actos para recordarle su trayectoria, era elemental: ninguna persona que hubiese tenido la más mínima colaboración con el nazismo podía ser considerada digna de ejercer una responsabilidad tan destacada, porque, contrariamente a lo que una parte significativa de la sociedad alemana continuaba admitiendo en su fuero interno, sí había alternativa moral a la participación en el engranaje totalitario. Aunque la desaprobación al manotazo resultó general, con el gesto, la persistencia de su denuncia y las pruebas que Beate reunió sobre el oscuro pasado de Kiesinger, la activista reavivó el debate sobre la necesidad de completar el proceso de desnazificación, agravó el desprestigio del Canciller y minó su apoyo electoral, saldado con su salida del Gobierno en 1969.
La aparente estabilidad de los sistemas políticos de las democracias consolidadas a veces precisa sacudirse determinadas asunciones preconcebidas para poder conocer en profundidad la realidad sobre la que se edifican. Percibir la injusticia intrínseca de muchas de las normas y principios que nos sujetan, impuestos o asumidos, no es un proceso pacífico ni sencillo y en ocasiones requiere gestos que hagan aflorar el cuestionamiento de lo que hasta entonces dábamos por sentado.
Aunque es amplísima –con razón- la preferencia por las formas de presión, más elevadas moralmente, que destierren todo atisbo de violencia, en el ejemplo citado pocos son los que pueden desacreditar en su conjunto la labor de Beate Klarsfeld por la bofetada dada a Kiesinger y algunos incluso la sitúan como símbolo del rechazo de una generación criada en la postguerra mundial a aquellos de sus antecesores que, aunque actuasen como el común de la población, transigieron con la barbarie.
Cuando de analizar esta clase de gestos se trata, no conviene caer en la ensoñación de la supuesta armonía social y la consiguiente abominación de la reacción abrupta, si ésta procede del legítimo descontento. La capacidad de digerir los conflictos que se producen en las entrañas de la sociedad es, por definición, limitada y es menor cuando la acción del poder se orienta a la defensa de intereses ajenos a los de la mayoría. Tampoco se pueden desconocer los diferentes grados y formas de violencia institucionalizada, enraizada como parte del sistema, que muchos de sus integrantes padecen y ante la que las respuestas desabridas brotan por heridas más abiertas en estos tiempos difíciles. Por eso, encauzar las controversias y apaciguar las tensiones, las que crecerán día a día mientras la crisis siga llevándose por delante en cuestión de meses las conquistas sociales alcanzadas durante décadas, es una tarea que no se podrá acometer sin atender a las causas de un malestar plenamente justificado.