En esta época de pérdida de referencias que nos ha tocado vivir y en la que confluyen a la vez varias crisis, la que aqueja a los diarios impresos comienza a ser particularmente inquietante.
La fuerte disminución de ventas de los periódicos clásicos, en beneficio de formas de acceder a la información mucho más diversas y abiertas de la mano de las nuevas tecnologías, es uno de los aspectos más conocidos. El aumento de la oferta de información y opinión en la red, a priori una excelente noticia, deja un tanto descolocados a los medios que desean adaptarse a los nuevos formatos manteniendo igualmente los tradicionales, porque cuadrar los números viene haciéndose complicado y el soporte en papel y la estructura de delegaciones y corresponsalías consume muchísimos más recursos que el digital, con más base en enlaces, agencias, profesionales free lance y en la participación del propio usuario. Hay quien asegura que es cuestión de tiempo que, tristemente, el diario impreso languidezca y se extinga, dejando en la selva de internet en niveles similares a la cabecera profesional, histórica y acreditada y a la fuente informativa menos fiable y amateur pero aparente y rompedora. La alternativa pasa, al decir de quienes luchan por la pervivencia de la prensa escrita, por mejorar contenidos, aportar un grado superior de reflexión y detalle, buscando un público que persigue la calidad informativa, aprecia el trabajo periodístico genuino y está dispuesto a pagar por él.
En estos tiempos de dificultad y frentismos, no todos los medios ni todos los que sirven en ellos, comprenden la diferencia entre formar opinión y adoctrinar. El problema es que, cuando más se necesita, para alcanzar dicha supervivencia, credibilidad y honradez intelectual, vencen las prisas de salvar la situación pretendiendo contener la hemorragia, acudiendo al efectismo o directamente al amarillismo más evidente. O peor aún, juegan con más fuerza sus bazas los intereses económicos y partidarios que pretenden influir constantemente sobre la independencia de los medios de comunicación, heridos en su integridad por su creciente debilidad económica. El resultado es la deriva a la fidelización de un sector social e ideológico predeterminado, con el que se retroalimenta, y que espera el titular para hacerlo consigna (o viceversa); o la conversión del medio en caja de resonancia de una opción concreta del espectro político, generalmente la que cuenta con más instrumentos de poder a su favor para atraérselo. En los últimos años hemos visto este deterioro de una forma rápida y en algunos casos desvergonzada, acompañada por una parte del público lector que no parece dispuesto a admitir otra cosa diferente -en términos de bandería ideológica- de aquello que espera. En la refriega en la que la prensa escrita anda metida para agarrarse a la tabla de salvación, el descrédito de unos arrastra a otros, provocando una equiparación en la percepción que de ellos tiene el gran público, aunque por fortuna siguen existiendo honrosísimas excepciones de dignidad profesional, sobre todo cuando de periodistas de referencia individuales se trata.
Un medio puede, legítimamente, tener línea editorial y, en consecuencia, en la selección y enfoque de la información -donde el periodista y el propio medio se juegan su prestigio- aportar el carácter propio que le define. Incluso, si sus valores fundacionales se lo reclaman, mostrarse combativo o militante, en favor de una causa que considere que lo merece. Precisamente el compromiso de determinados medios de la prensa escrita -y la radio- con valores de libertad, igualdad y justicia social ha ayudado mucho en el progreso colectivo en épocas pasadas. El problema es que, en estos tiempos de dificultad y frentismos, no todos los medios ni todos los que sirven en ellos (muchas veces por su situación de precariedad profesional), comprenden en su extensión la diferencia entre la orientación informativa y la tendenciosidad, y entre formar opinión y adoctrinar. En la prensa escrita, lamentablemente, se está llevando este deterioro a grados cada día más difíciles de tragar, porque de la línea se ha pasado al sesgo, de éste a la parcialidad y por último a la manipulación más brutal en los peores casos.
Necesitamos, por salud democrática, de la prensa escrita e impresa; y que ésta sea diversa y sólida, como conciencia crítica e invitación al descubrimiento de temas y nuevas miradas. Como literatura efímera que es, también es imprescindible; y como fuente de pensamiento y reflexión. Sólo reparando en el sentido último de su existencia conseguirá perdurar.