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sábado 5, octubre 2024

Tabaco, azar y libertad

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Las circunstancias de la vida a veces provocan que decisiones aparentemente intrascendentes acaben influyendo mucho en el derrotero de los acontecimientos posteriores, desplegando consecuencias que en un principio eran difícilmente previsibles.
Para muchas personas que hoy se encuentran en el difícil proceso de abandonar la adicción al tabaco o que, continuando con el hábito, desean intensamente abandonarlo, el momento en el que encendieron sus primeros cigarrillos y, casi sin darse cuenta, con el paso de unos pocos años, adquirieron los usos del fumador empedernido, no es precisamente una imagen evocadora sino el inicio de una dependencia de la que ahora quieren desembarazarse. Claro que uno no se condena eternamente por los pitillos que se fuma a los quince años, cuando pretende adquirir una pose diferente a la del guaje que en aquel momento es, pero no son pocos los adictos al tabaco de hoy que inevitablemente deben esa carga a la tontería de aquellos días. Por mi parte, confieso que tuve suerte, ya que mis primeros cigarrillos de infeliz adolescente –en la mítica Aruba de la capital- no vinieron seguidos de una costumbre posterior y cada vez que ocasionalmente me da por pegar una calada me acuerdo a la perfección de por qué no me gusta fumar.
Con esto quiero decir que el fumador, efectivamente, no es una persona que desprecie con temeridad su salud y a la que no le preocupen las repercusiones de sus actos para sí mismo y para terceras personas. Aunque algún recalcitrante sí que hay (y le importará un bledo ésta como muchas otras cosas), lo más frecuente es que la persona que fuma haya comenzado con el hábito por inercia social o imitación, y sea ya sobradamente consciente de que es una práctica dañina y que puede ser bastante molesta para los demás. De hecho, la gran mayoría de los fumadores quieren dejarlo, muchos lo han intentado en alguna ocasión y seguramente conocen a alguna persona cercana a ustedes que en estos mismos momentos se bate de forma denodada –casi diría heroica- contra la feroz necesidad de encender un cigarrillo. Precisamente, el próximo reto en las políticas públicas dirigidas a combatir el tabaquismo debería ser dar más facilidades de todo tipo –desde luego médicas, pero no sólo- a quienes han decidido poner fin a su dependencia de la nicotina.

El próximo reto en las políticas públicas dirigidas a combatir el tabaquismo debería ser dar más facilidades de todo tipo –desde luego médicas, pero no sólo- a quienes han decidido poner fin a su dependencia de la nicotina.

El hecho de que, aunque vaya a menos, el tabaquismo esté extendido (un 28% de los asturianos fuma diariamente, según la Encuesta de Salud) y su indudable relación con muchas rutinas sociales, no quiere decir que sea menos inocuo y, sobre todo, no puede llevar a nadie a tomarse a la ligera sus consecuencias. Conviene, por lo tanto, no frivolizar más de lo justo con estas cuestiones, como frecuentemente hacen, a la defensiva, muchos de los que critican las iniciativas legales de restricción de los espacios en los que se puede fumar. Porque una cosa es que el fumador haga de su capa un sayo si desea seguir con ello aunque sepa de sus negativos efectos; pero otra cosa bien diferente es que pueda perjudicar a terceros al convertirlos en fumadores pasivos, o que, y en esto no se repara habitualmente, pueda motivar que el que quiere emanciparse del tabaco se pegue de bruces con un entorno en el que se acompaña con unos cuantos cigarrillos cada descanso del trabajo, café, conversación prolongada o jornada de asueto.
Pocas veces, en consecuencia, está tan fundamentada en la conocida y razonable -para bastantes cosas- máxima de “la libertad de uno finaliza cuando empieza la de otro” una reforma legal como la reciente Ley 42/2010, por la que se modifica la Ley 28/2005, de medidas sanitarias frente al tabaquismo y reguladora de la venta, el suministro, el consumo y la publicidad de los productos del tabaco. Es tan sencillo como evitar, con un poco de sentido común y respeto mutuo, que al no fumador le hagan tragarse el humo ajeno; y, de paso, echar un cable a quien quiera librarse de la subordinación cara, insalubre y desagradable del tabaco.

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