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miércoles 30, octubre 2024

Capítulo II: Nordeste

Adolfo Lombardero
Adolfo Lombardero
Escritor de "La Ayalga: el tesoro de Asturias"

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La noche cubrió el cielo con su manto mientras conversaban distraídos. La Mar se había mostrado benevolente con ellos durante los días que Elba estuvo a bordo. Todo había permanecido en absoluta calma hasta que una ola, una única ola, azotó el casco tímidamente, interrumpiendo la historia de Ager y desviando su atención hacia el oscuro horizonte.

Este hecho, que a Elba le parecía cotidiano y lo más normal durante una travesía en barco, disparó las alertas en Ager, que de pronto se incorporó para escrutar el cielo con una mirada de preocupación.

—¿Qué sucede?— Preguntó alarmada por la actitud del marinero. La joven Elba lo persiguió por la cubierta mientras Ager variaba de estribor a babor; era evidente que el experimentado marinero buscaba algo en el horizonte que Elba no alcanzaba a entender.

Ager giró sobre sus pasos, comenzó a tirar de los cabos y a recoger velas a un ritmo acelerado. Su mirada seria produjo un efecto de terror en Elba que instintivamente se dispuso a atar y sujetar los objetos móviles de la cubierta.

No hizo falta respuesta: la luz de un relámpago lejano recortó durante un breve instante la silueta de una monstruosa nube negra que ascendía como una columna hasta lo más alto del cielo. El trueno se pudo escuchar con claridad, lejano y rotundo.

Ager giró sobre sus pasos, comenzó a tirar de los cabos y a recoger velas a un ritmo acelerado. Su mirada seria produjo un efecto de terror en Elba que instintivamente se dispuso a atar y sujetar los objetos móviles de la cubierta.

—Espero que podamos alejarnos a tiempo, nos ha pillado desprevenidos mientr…— Un segundo relámpago dejó boquiabierto a Ager, que elevó su mirada tratando de ver la altura que alcanzaba aquella colosal columna de nubes. Se extendía por la totalidad del cielo hasta teñirse de un preocupante color púrpura.

Esta vez, el rugir del trueno trajo consigo una brisa que alborotó los cabellos de Elba. La embarcación empezó a moverse con un tambaleo persistente. Elba casi podía saborear el aire, casi podía masticarlo, percibía una sensación metálica al respirar, mientras el orvallo se formaba sobre el Lluz de Serena impregnando todo con una fina capa.

De pronto, ante la atónita mirada de Elba y Ager, los mástiles del Lluz de Serena comenzaron a brillar con un tono azulado. Resplandecían como envueltos por una leve llamarada azul que nunca empezaba a arder. Aquella lengua flamígera de color refulgente parecía lamer las velas y los palos del barco. Los dos se quedaron perplejos, inmóviles, observando hipnotizados cómo aquellas luces fantasmagóricas envolvían la cubierta.

Hubo unos segundos de silencio que paralizaron la nave en una campana de irrealidad; esta incómoda calma reinó durante unos instantes hasta que una serie de potentes relámpagos transformó la noche en día y trajo de vuelta a la razón a Ager y a Elba, con una visión que los dejaría totalmente aterrorizados: sobre las nubes más grandes pudieron ver claramente recortada la silueta colosal de un hombre con sombrero que flotaba en el cielo desplazándose sobre la tormenta. Era una figura imponente, de gigantescas proporciones. Sus largas barbas blancas se enredaban en las nubes y las arrastraba durante su implacable avance. Sin embargo fue la expresión iracunda de aquel ser lo que realmente inundó de pavor los espíritus de Elba y Ager.

Elba miraba estupefacta la figura del coloso. La lluvia, que ahora caía a raudales, había dejado de importar. Los dos sabían que lo apremiante era alcanzar la salida de aquel laberinto de nubes envolvente y huir a toda vela del formidable Nuberu.

—¡Por las lágrimas de Freba! —Exclamó Ager con total estupefacción—, ¡Es el Nuberu! ¡Es el Nuberu! ¡Agárrate como puedas!— El tono apremiante de Ager contenía desesperación y miedo a partes iguales. Con un movimiento instintivo desplegó la mayor y agarró el timón con toda la determinación que proporciona aceptar el propio sino como algo inevitable.

Elba miraba estupefacta la figura del coloso. La lluvia, que ahora caía a raudales, había dejado de importar. Los dos sabían que lo apremiante era alcanzar la salida de aquel laberinto de nubes envolvente y huir a toda vela del formidable Nuberu, que sin duda los abocaría al desastre en la negrura de la noche. El colosal anciano de oscuro sombrero no cesaba de agitar la ventisca con sus desmesurados movimientos. El cielo se incendiaba con los relámpagos que provocaba el Señor de la Tormenta al golpear las nubes con sus manos.

La extraña luminiscencia azul que envolvía la nave parecía moverse a su antojo por el barco. Todas las lenguas de fuego chisporroteaban y danzaban creando un espectáculo de luces que se concentraban y se expandían en una dirección concreta. Elba reparó en que el brillo parecía mucho más intenso alrededor del metal de la campana del barco.

El Nuberu agitó de nuevo sus brazos sacudiendo las nubes y estas descargaron rayos y centellas por toda la superficie del mar. El ruido era aterrador, grave, como un tremor continuo que advertía la ira de aquel titán de las tormentas. Las olas ganaban la altura de montañas. Pronto el Lluz de Serena se vería alcanzado por una embestida de agua fatal.

Absorta en la sucesión de imágenes de su inesperado recuerdo, todo se volvió calma en su mente, como si su alma acudiese en su propia ayuda en aquel momento aciago.

En la vorágine de la tormenta, Elba recordó una situación similar. Un azote de recuerdos vagamente entrelazados resumió en su mente aquella vivencia caótica de su pasado y sus nefastas consecuencias. Absorta en la sucesión de imágenes de su inesperado recuerdo, todo se volvió calma en su mente, como si su alma acudiese en su propia ayuda en aquel momento aciago.

Con total serenidad, avanzó con paso lento y decidido, afianzando bien los pies en la cubierta, dirección a la vieja campana de abordo que refulgía intensamente con aquella extraña luz de color azulado. Emitía un agudo zumbido que se clavaba en los tímpanos de Ager y Elba como agujas ardientes.

Estiró el brazo y cogió como pudo la cadena del badajo.

Ya no prestaba atención a la retahíla de órdenes que Ager profería con tono desesperado. Era como si toda aquella situación a su alrededor perteneciera a otra realidad, como si toda la razón de su existencia se hubiese concentrado en aquel momento cargado de energía para interrumpir el zumbido de aquella campana.

Y la golpeó.

El viaje de Elba

La golpeó con todas sus fuerzas en un intento de romper aquel trance dominador.

El tañer de la campana reventó en un chispazo blanquecino e intenso que lanzó despedida a Elba varios pasos hacia atrás.

El eco resonante de la campana emitió una armonía concreta, una vibración que se acopló al rugir del viento, prolongando su sonido y expandiéndose por las nubes cargadas de rayos. El Nuberu se llevó las manos a los oídos en un intento de protegerse de aquella molesta campana que parecía aturdirlo y detuvo su avance mientras se tambaleaba por el dolor.

Ager, agarrado al timón en un fútil intento de gobernar la nave, trató de conservar el rumbo de escape. Observó la increíble escena que tenía lugar ante sus ojos y al ver que Elba se levantaba, gritó con todas sus fuerzas para despertarla de su aturdimiento.

—¡Tañe la campana! ¡Vamos Elba! ¡Vuelve a tocar la campana!

Elba de pronto comprendió lo que debía hacer.

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