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domingo 6, octubre 2024

Capítulo XV: «Clin!-Clin!»

Adolfo Lombardero
Adolfo Lombardero
Escritor de "La Ayalga: el tesoro de Asturias"

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Los tres amigos observaban a cierta distancia la respiración entrecortada de Athal.

El aroma de los árboles impregnaba el aire con un refrescante acento. La noche, despejada y silenciosa, invitaba a serenar el alma; y la luna, espléndida y generosa, se empeñaba en envolver con su luz cada brizna de hierba, alargando las sombras.

Todo era paz en aquel lugar.

El ritual de sanación que Freba había preparado comenzaba a irradiar poder. El brillo de la luna llena, bañando con sus rayos el cuerpo magullado del guerrero, provocaba que los ungüentos sanadores reflejasen la luz del astro con tonos metálicos; como si unas diminutas chispas de color plateado y cobrizo hirviesen sobre las taponadas heridas de Athal.

Freba y Elba depositaban toda su atención sobre el dañado cuerpo inerte. Ambas esperaban que se obrara la magia mientras contenían la respiración y empujaban la mejor de sus intenciones en dirección a Athal, con el ánimo de añadir sus deseos de recuperación a todo el proceso sanador.

Gas’phar, sin embargo, no era capaz de aportar la fuerza de su psique al ritual, parecía distraído. Cada cierto tiempo lanzaba una mirada furtiva a la bolsa sin fondo de Freba. Con las prisas de los preparativos, Elba la había dejado posada en el suelo, semiabierta, y algo llamaba poderosamente la atención del saltapraos desde dentro del recipiente. Aquel orificio oscuro que conformaba la abertura de la faltriquera mágica se asemejaba a una confortable madriguera de grillos en la imaginación de Gas’phar. Alguna energía intrínseca en su instinto de saltapraos le empujaba a explorar tan suculenta “madriguera”. Algo irresistible atraía a Gas’phar desde el oscuro interior de la bolsa.

Aquel orificio oscuro que conformaba la abertura de la faltriquera mágica se asemejaba a una confortable madriguera de grillos en la imaginación de Gas’phar. Alguna energía intrínseca en su instinto de saltapraos le empujaba a explorar tan suculenta “madriguera”.

Se acercó lentamente y dio un par de vueltas alrededor del borde del saco de cuero, del mismo modo que una mariquita recorre los dedos de la mano justo antes de extender las alas y volar. Y eso fue lo que hizo: atusó sus alas plateadas antes de extenderlas por completo, flexionó sus patas para coger impulso y lanzó su salto en picado al interior de la bolsa con una grácil pirueta casi acrobática.

—¡Gas’phar!, ¡No!

La voz alarmada de Freba fue lo último que escuchó antes de sumergirse en un inmenso y oscuro espacio.

Aunque movía sus alas y volaba, su cuerpo parecía hundirse en el vacío. Alzó su mirada y pudo ver cómo la luz que se colaba por el orificio de entrada se hacía más y más pequeña a medida que se alejaba, hasta que tuvo el tamaño de una minúscula estrella y desapareció en la distancia.

Pronto sus alas se cansarían y tendría que parar a descansar. Trató de agudizar sus ojos para encontrar algún lugar donde posarse, pero tan solo logró ver un manto de lejanas estrellas que lo envolvía todo. Utilizó un truco que había aprendido de los gorriones: cerrar las alas y dejarse caer unos segundos para darles así un respiro a sus extremidades. Al hacerlo se percató de que al igual que podía volar en aquel lugar, también podía caminar sobre la superficie del vacío, como si la nada sujetase sus patas en cualquier lugar donde Gas’phar decidiese pisar. Aquella sensación de apoyarse en el éter le dio un vuelco al equilibrio, y fue entonces cuando reparó en que tampoco había aire sobre el que posar sus alas. Aun así respiraba. Pronto descubrió que el tiempo transcurría a otro ritmo en aquel lugar y que trasladarse por aquel espacio era más una cuestión de voluntad que de movimiento.

Por lo general todos lo trataban a Gas’phar como un constructo, una imitación de la vida carente de voluntad, una especie de joya exótica a la que le falta una antena. Esto traía tristeza a su corazón.

Nada allí se parecía a una confortable madriguera, no había túneles de tierra, ni raíces, ni mucho menos un lecho de mullido musgo donde hacer acopio de semillas… Solo un inmenso e interminable vacío oscuro.

Nadie conoce del todo las motivaciones que mueven la vida de un saltamontes, mucho menos las de un Saltapraos de Plata. Ni tan siquiera Freba en todos los largos años que llevaba junto a él había logrado profundizar en los anhelos de su compañero de fatigas. Poca gente se tomaba la molestia de tener en consideración los sentimientos de Gas’phar. Por lo general todos lo trataban como un constructo, una imitación de la vida carente de voluntad, una especie de joya exótica a la que le falta una antena. Esto traía tristeza al corazón de Gas’phar. Le hacía sentirse ninguneado, tratado como una cosa.

Durante las últimas semanas Elba había demostrado comportarse de forma diferente al resto de las personas. Lo había tratado con respeto, incluso se había esforzado por comprender sus tintineos. Es por este motivo por el que ambos habían llegado a simpatizar tan bien.

Los recuerdos de sus seres queridos se agolparon en su memoria de saltamontes. De pronto resolvió que no había sido buena idea explorar aquella bolsa sin fondo, aquel vacío inmenso carente de materia que lo alejaba de la vida que amaba. Recordó los increíbles viajes que había vivido junto a su amada Freba, los tallos de hierba, los tiernos brotes de la avena, la luz de arcoíris que se ve a través de las gotas de rocío, el viento y los árboles, el agua pura de los manantiales… Súbitamente, se halló completamente perdido y entró en pánico.

Necesitaba encontrar la salida y volver junto a Freba. De seguro estaría preocupadísima y le acabaría regañando por la travesura. Gas’phar se detuvo a mirar y pensó que recibiría la reprimenda gustosamente si lograba salir de allí.

Observando las estrellas a través de sus ojos de saltamontes, rememoró la belleza del baile de las luciérnagas y como si de un deseo cumplido se tratase, los luceros del firmamento cobraron vida y se transformaron en miles de mariposas de colores que brillaban y revoloteaban alrededor de él.

La colorida mariposa era de una belleza inigualable. Dulcemente, se arrimó al obnubilado saltamontes y con suma delicadeza estiró su trompa para acariciar la antena rota de Gas’phar en un gesto cariñoso.

Fijó su atención sobre una de aquellas mariposas que lentamente se acercó y se posó frente a su rostro. La colorida mariposa era de una belleza inigualable. Dulcemente, se arrimó al obnubilado saltamontes y con suma delicadeza estiró su trompa para acariciar la antena rota de Gas’phar en un gesto cariñoso. El resto de las mariposas se volatilizaron y volvieron a brillar como estrellas sobre un manto nocturno muy, muy lejano.

—¡Clin! —exclamó nervioso tratando de que su nueva amiga no desapareciera volando.

Ella lo observó con curiosidad mientras se dejaba flotar en el vacío y movía sus coloridas alas para dibujar una bella estela de luz a su paso.

—¡Clin!,¡Clin!

Esta vez la mariposa pareció comprender y revoloteó invitando a Gas’phar a seguirla. Los dos alzaron el vuelo y avanzaron velozmente en la dirección que marcaba aquella armoniosa criatura.

A lo lejos, pronto avistaron un punto de luz que se hacía más grande a medida que se acercaban.

Desde la distancia Gas’phar distinguió una puntiaguda torre con forma de caracola que coronaba una colosal construcción. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver los gruesos muros de prístino color marfil, plagados de ornamentos dorados, que se alzaban tan altos como una montaña. Remataban la impresionante estructura unas columnas gigantescas, que con su altura parecían sostener la bóveda celestial. La mariposa y el saltamontes no tardaron más que un pestañeo en introducirse en aquel lugar y una vez dentro trataron de seguir un larguísimo pasillo de columnas que se perdía en el horizonte, dentro de aquella especie de santuario.

Se elevaron a una considerable altura y así pudieron avistar esporádicamente a varias estatuas gigantes de piedra, que deambulaban por aquellos pasillos con paso lento. Aquellos colosos parecían haber sido construidos por seres extraordinarios y ahora se encontraban tristemente abandonados, a modo de guardianes sempiternos. Era como si todo aquel descomunal templo marmóreo reprodujese en su forma una especie de arca en cuyo interior podría haberse albergado una civilización entera.

Desde la distancia Gas’phar distinguió una puntiaguda torre con forma de caracola que coronaba una colosal construcción. Cuando estuvo lo suficientemente cerca pudo ver los gruesos muros de prístino color marfil, plagados de ornamentos dorados, que se alzaban tan altos como una montaña.

La ferviente curiosidad, que Freba le había contagiado a Gas’phar con el paso paulatino de los años, hizo acto repentino de presencia y el saltamontes se vio obligado a contener su avance. La mariposa se volvió y lo esperó con paciencia mientras el saltapraos decidía cambiar el rumbo y dirigirse al centro de aquel asombroso lugar. Cuando alcanzó la altura necesaria comprendió la verdadera dimensión del enorme arca y lo que contenía. Pudo ver una enorme ciudad espiral rodeada de agua y verdes montañas. Todos los edificios reflejaban un color albo, argénteo, símbolo de un antiguo esplendor que ahora se veía reemplazado por una melancólica decadencia. Las calles de aquella ciudad blanca se conformaban alrededor de una colosal torre de marfil, que alzándose incólume, remataba su cúpula con la forma de una caracola de mar, desafiando a la oscuridad como un espejo de reflejos nacarados. En el punto más alto de aquella imponente torre descansaba una pequeña luz amarilla que refulgía del mismo modo que lo haría un diminuto sol.

Gas’phar tenía la sensación de haber volado junto a su nueva amiga durante días, mientras que a ambos la mutua compañía se les antojaba ciertamente placentera. Se vincularon en un grado de comunicación mucho más allá del lenguaje y sus mentes comenzaron a compartir sentimientos de afecto. Revoloteaban en cabriolas mientras se regalaban arrumacos y el amor surgió como por arte de magia en los corazones de Gas’phar y la bella mariposa.

Los días se convirtieron en semanas y las semanas en meses. Casi había olvidado por completo su vida fuera de la bolsa.

Allí no había sol, ni luna. No transcurrían los días ni las estaciones. Según intuía Gas’phar, pronto llegaría el periodo de hibernación que realizaba cada siete años, aunque no estaba seguro de si en aquel lugar sería necesario hacer tal cosa, pues allí no necesitaba comer, ni siquiera respirar. Su única necesidad, lo único que verdaderamente deseaba de ese lugar oscuro, era sentir que no se encontraba solo en aquel marchito mundo de marfil. Para él su adorada mariposa lo era todo en aquel lugar. Su luz en el vacío, el alimento de su alma. Podría pasar el resto de la eternidad admirando la belleza de su amada compañera mientras el tiempo se diluía y se convertía en un concepto sin sentido.

Una vez, mientras admiraban el firmamento que se sujetaba sobre las enormes columnas, Gas’phar rememoró con añoranza su vida en la naturaleza; de las brumas de su alma brotó el anhelo por sentir los rayos de la luna reflejándose de nuevo sobre sus alas, recordó la risa contenida de Freba cada vez que hacía una travesura, la voz cristalina de la dulce Elba…, y de pronto, como una respuesta a sus deseos, en el cielo apareció la silueta redonda de una enorme luna llena.

Gas’phar rememoró con añoranza su vida en la naturaleza; de las brumas de su alma brotó el anhelo por sentir los rayos de la luna reflejándose de nuevo sobre sus alas, recordó la risa contenida de Freba cada vez que hacía una travesura, la voz cristalina de la dulce Elba.

Gas’phar y su amada mariposa se vieron cautivados por aquella luz del mismo modo que las polillas se ven atraídas por la luz de una tea. Se quedaron inmóviles, fascinados por el hipnótico astro que parecía aumentar de tamaño.

De pronto una mano enorme apareció atravesando la luz del astro, un enorme brazo se coló dentro del vacío y comenzó a palpar el éter dando enormes manotazos.

—¡Clin, clin! —advirtió Gas’phar a la asustada mariposa mientras se interponía valientemente entre la gigantesca mano y su amada compañera.

No pudo evitar ser atrapado por los enormes dedos de aquella mano que lo arrastró hacia la luz, fuera del oscuro vacío.

—¡Oh!, ¡Vamos!…, ¿dónde se supone que pretendías ir colándote en la bolsa?

Gas’phar reconoció la voz airada de Freba a punto de comenzar su regañina y comprendió que había sido Elba quien había introducido su brazo en la faltriquera mágica con la única intención de rescatarlo. Vio como Freba cerraba los cordeles de la bolsa y comprendió con pavor que nunca más volvería a ver a su amada mariposa.

…O quizás sí…

(Continuará…)

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