El águila planea sobre tu boca abierta,
equivoca tu nombre y te alimenta,
con caracolas de río y hachas de tritones;
a bocados de playa, de vereda, de fogatas.
Te viste de picos curvos, de anémonas batientes.
Nada sabe de vértigos,
de flores abigarradas temblando de frío
al borde del alero.
Te empuja al pie del abismo
para enseñarte el vuelo.
El águila te descubre desnudo sobre el césped.
Enamora sus ojos de sol, su vientre ovíparo.
Te alberga entre sus brazos, despojados,
disfrazados de paloma pequeña y arrullada.
El águila no sabe de tu beso florido,
no conoce la asfixia de tu pelo entre las manos,
ni el viento helado de tu aliento,
de tu grito, de tu aurora.
El águila te olvida huyendo por los riscos.
Peina sus alas, tan cansadas, su bostezo, su retiro.
Duerme su herencia de horas borradas por el viento.
Surca tu valle, que ha olvidado,
tu grito, que no le suena,
tu mano que ahora ignora,
que ya no reconoce.