Si uno se cree el discurso oficial y el telediario de RTVE, se supone que lo peor de la crisis económica ha pasado para no volver.
De poco servirá, no obstante, el tedeum después de la peste (un poco como el de «El Ángel Exterminador»), para la parte no pequeña de la sociedad que queda descolgada, para muchos irremediablemente, como resultado de la crisis y los recortes de derechos sociales y laborales, que han convertido la pobreza y la precariedad en asunto de primer orden en España, aunque inexplicablemente esté fuera de la agenda política. Por otra parte, nadie debería precipitarse a cantar victoria o aferrarse a esperanzas todavía vaporosas (como se hizo a la ligera con los «brotes verdes» de 2010) cuando persisten incertidumbres enormes sobre las cuentas públicas, la solidez de las empresas o el sistema financiero y retornan problemas endémicos como el déficit exterior y la falta de competitividad (que evidentemente no pasa sólo por la reducción salarial). En todo caso, si salimos, lo hacemos en los huesos en cohesión social, tejido económico y confianza en las instituciones, cosas que tardarán años en reconstruirse, si es que alguna vez lo hacen.
Volvemos hacia la consagración de un supuesto capitalismo popular y sus aberraciones y a la exaltación del consumo como construcción personal. Si nos dejamos llevar, no habremos aprendido nada de la crisis. Al declararse oficialmente la crisis, tan pronto como los empleados de Lehman Brothers salían de las oficinas con sus enseres en cajas, triunfaba el deseo, o al menos la invocación, de reformar el capitalismo, introducir regulaciones eficaces en los mercados financieros, gobernar la globalización y evitar que la economía real se viese arrastrada por una economía financiera pasada de rosca. Incluso se atisbó una cierta concienciación ciudadana sobre las trampas del círculo vicioso de consumismo y endeudamiento al que todos, con mayor o menor capacidad de gasto, habíamos sido invitados a alimentar con nuestra aportación entusiasta o inconsciente. No es que estuviésemos cerca de la catarsis y del deseo de vivir en Walden alejados del absurdo que nos reduce a la condición de productores / consumidores, pero quien más quien menos, al sufrir directamente o al ver a gente cercana pasarlo mal, se ha cuestionado el sentido de este modo de vida depredador y acelerado que deja a tantos tumbados sobre la lona.
Seis años después, con los efectos de la Gran Recesión aun sintiéndose y las heridas por cicatrizar, poco queda de los llamamientos al cambio de aquel entonces y cabe preguntarse si algo resta del juicio crítico que las penalidades espolearon. En el ámbito macro, desde luego, las grandes asignaturas dirigidas a frenar la economía especulativa y poner las operaciones financieras al servicio de la economía real siguen pendientes, aunque haya habido ligerísimos avances como la posición activa en políticas de recuperación de los bancos centrales, el retorno a la regulación de la banca de inversión en EEUU o los progresos hacia una tasa a las transacciones financieras en Europa, por ejemplo. Puestos al microscopio para observar las situaciones particulares, aunque numerosos consumidores no puedan pasar de la marca blanca y las vacaciones en casa de los abuelos (si tienen suerte), llama la atención el regreso de la publicidad masiva dirigida a transformar a cada modesto ahorrador (o dispuesto a negociar sobre cantidades en préstamo) en un especulador de nuevo cuño, capaz de operar personalmente desde su ordenador con divisas, derivados, futuros, materias primas y acciones, es decir, para echar madera a la caldera del turbocapitalismo en la que, probablemente, arderá si su fuente de ingresos es su trabajo; o para convertirlo, otra vez, en un adicto crónico al endeudamiento, no ya para adquirir viviendas de precio inflado en el extrarradio, sino para irse de vacaciones, cambiar su coche de diez años o –y aquí viene la parte más amarga- para dar oportunidades de educación a sus hijos o asegurarse asistencia sanitaria o social, ya que la desconfianza en los servicios públicos alimenta el deseo de conseguir estos bienes en el sector privado y por lo tanto incentiva un suculento mercado hasta ahora sólo parcialmente explorado.
Volvemos hacia la consagración de un supuesto capitalismo popular y sus aberraciones y a la exaltación del consumo como construcción personal, aunque cada vez esté más difícil para la mayoría que a duras penas se las apaña. Si nos dejamos llevar, no habremos aprendido nada de la crisis.