Era otoño por el calendario, pero el sol no se daba por aludido, seguía cumpliendo aplicadamente su tarea de proporcionarnos, como todo el verano, luz y calor. Gratuitos, que el capitalismo brutal todavía no ha salido del planeta.
Paseando por el arenal de Gijón me fijé en dos mujeres haciéndose fotos; su atuendo destacaba contra la nimiedad indumentaria del resto de bañistas. Tapadas de cabeza a pie con vestidos talares, la mayor con velo, contrastaban contra la amplia exhibición anatómica habitual.
Empezaron mojándose los pies, con prudencia; se fueron animando, enseguida la más joven se decidió a meterse definitivamente a la mar. Vestida, claro. Nadaba con torpeza, hacía señales a la otra para que se animara a acompañarla. No tardó mucho en decidirse; durante una hora estuvieron saltando olas como niñas pequeñas. Me vino el pensamiento hacia quienes les imponen estas vestimentas; varones, desde luego, en una política que no se aplican a sí mismos.
Cuando salieron las aplaudí. Sonrieron. Me decidí a comunicarme con este mi inglés acento Cuturrasu. “¿De dónde vienen?” “De Irán, ¿y usted?” “Yo soy de aquí. ¿Son ustedes familia?” “Hermanas”. “¿Quieren que les haga una foto juntas” “¡Sííí, por favor!”.
La más joven fue a recoger los bolsos, los habían dejado despreocupadamente abandonados mientras jugaban entre las olas. Posaron sentadas sobre la arena, los vestidos empapados de agua de la mar cantábrica, pero inmensamente felices. “¿Les parece bien la foto?” Caras de satisfacción de regalo y un muchas gracias de corazón. “Have you a Good day!”, -me despedí-, pero fui yo quien verdaderamente lo tuvo, me duró la sonrisa para todo el día.
A traición, les hice una foto para mi memoria, conscientemente de espaldas, que con los “Guardianes de la moral” no se puede andar en bromas.