Estos días se habla de la muerte de la Dictadura; en aquellos tiempos era común la figura del muchacho greñudo, desgarbado, flaco y regular intérprete que se autodefinía como cantautor. Algunos, que estudiaron música y literatura, siguen entre nuestras preferencias; a los malos se los ha llevado el río de los años.
Contra esta plaga, que no llegó a ser bíblica, cantó Luis Eduardo Aute de la mano de Forges, en 1977, el Autotango del Cantautor.
Qué me dices
Cantautor de las narices
Qué me cantas con esa solemnidad
Si estás triste
Que te cuenten algún chiste
Si estás sólo
Púdrete en tu soledad
Tengo una amiga que me saluda con “¡Hombre, el escritor!” y le respondo, al borde de la ira: “¡Señora, eso no me lo dice usted en la calle!” Hoy día cualquiera se hace llamar escritor; el abaratamiento de la reprografía democratizó la actividad, pero también agudizó la epidemia de pesados insoportables que creen que publicar un libro los eleva en el escalafón social.
Anda uno por unos ambientes en los que cada poco le amenazan con una presentación. Y es como en los entierros, si el difunto es del Barrio hay que asistir, por prescripción social; se da el pésame y se escurre discretamente sin quedarse a la función, ¡ya la he visto! Porque, sensatamente, ¿quién es el valiente que le dice a un soberbio que aprenda sintaxis, prosodia y ortografía? O que haga lo que deberían recomendar siempre los talleres de escritura: que el primer paso de un buen escritor es leer a dolor.
Hoy día cualquiera se hace llamar escritor; el abaratamiento de la reprografía democratizó la actividad, pero también agudizó la epidemia de pesados insoportables que creen que publicar un libro los eleva en el escalafón social.
La canción de Aute que citamos al principio fue traducida al catalán por Joan Isaac, escasamente conocido por aquí, pese a llevar 52 años de carrera. Dice al pesadísimo personaje Mira, ho sento,/però si no ho dic, rebento:/et ben juro que ets un plom, que ets una creu (Si no lo digo reviento: eres un plomo, eres una cruz).
Aviso para los aspirantes al noble título de escritor: también en este gremio abundan las estafas por Internet; la editorial sin escrúpulos que te promete 200 ejemplares y promoción asegurada. Te manda la primera caja y si te he visto no me acuerdo.
También se tima fuera de Internet. Gasteiz, leo en el diario El Correo una entrevista a Karlos Arguiñano con motivo de la aparición de un nuevo libro de cocina; denuncia que su primera obra sacó al mercado un millón y medio de copias “por las que no recibí ni un duro. El editor de Serbal era un pájaro de cuenta que voló con todo, que era mucho”.
Bien, autor novato, has tenido suerte y recibes la caja de libros en casa, ahora hay que buscar la forma de venderlos; acabada la fase de ensoñación ante la criatura, superada la de atracos domésticos y laborales, empieza una odisea que describe muy bien Nicolás del Hierro, poeta de Ciudad Real.
Nadie más en las nubes que el poeta
Quien, por mostrar los hijos de su entraña,
Es capaz de cruzarse media España
Sin recibir un euro… Ayer peseta.
Viaja, se paga hotel y gasolina,
pero qué satisfecho al recoger
el aplauso vertiéndose en la sala.
Se eleva del sillón. Crece. Se inclina.
Se emociona. Se llega a conmover.
Se pagó su edición…Y la regala.
Tomo este poema del Encuentro Oretania de Poetas “A risas con la palabra”, muy ligado a la patria chica de Quevedo. Son los concursos literarios acomodo de pretendientes. Me contaba un colaborador de esta columna que, llamado para colaborar con el jurado de La Montera, centenaria asociación de Sama de Langreo, se sorprendió la gran cantidad de originales llegados de América. Comenta que algunos hábiles manejadores de la palabra no usaban con soltura datos de ciencias; por ejemplo, un buen cuento se nublaba porque el autor curaba con penicilina en 1918, cuando ni había sido descubierta.

Tienen mucho de literarios estos certámenes, no sólo por las obras, sino por el contexto; el maestro Francisco García Pérez escribía en su columna periodística que fue jurado en Jaén, junto a otros tres ciudadanos; a ninguno de ellos “le había llenado ni mucho ni ná ninguna de las obras que la Comisión de Lectura había pasado al jurado”, así que decidieron dejar el premio desierto, lo que les trajo la animadversión de los organizadores y que tuvieran que huir casi al amparo de la noche del magnífico Parador de Santa Catalina.
En el Siglo de Oro, edad de plumas refulgentes, persiguió Quevedo de palabra y obra a quienes él consideraba maltratadores de la lengua castellana “Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos…” Lamentaba “ver a cuál mendiguez está reducida la lengua española”, pues “el lenguaje de cansado jadea”. Ironiza: «…por no andar rascando mi lenguaje todo el día, he querido espulgarle de una vez en esta jornada”.

Claro que, todos los que emborronamos cuartillas debemos reconocer que en más de una ocasión metemos la pata, en mayor o menor medida. Quevedo: “Era viuda, y su marido, como digo de mi cuento, murió”. Fallecer es requisito absolutamente imprescindible para dejar viuda. Al menos en mi barrio.
O sea, si usted quiere dedicarse a esto de la escritura tome nota de los grandes maestros, pero sobre todo en una habilidad escasa: la Humildad. La entrevista que citábamos de Arguiñano titulaba: “Cualquier día me cae el Planeta”; si uno no se queda en los titulares podría seguir leyendo que la tirada del actual libro es de 110.000 ejemplares, poco común, y dice: “Cualquier día me cae el premio Planeta si seguimos así. En cuanto aprenda a escribir, empiezo”.
La muy celebrada autora mexicana Elena Poniatowska habla de Juan Rulfo, ya editado internacionalmente, en la cima del éxito editorial. “Después lo encontré compungido en alguna que otra cena en su honor. En una, la admiradora más ferviente se acercó para preguntarle: “Señor Rulfo, ¿y qué siente usted cuando escribe?” y casi sin levantar los ojos Rulfo gruñó: “Remordimientos”.