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jueves 10, octubre 2024

Fuera de la realidad

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Los enterados en materia de comunicación política suelen afirmar que tan relevante como tener buenas ideas y buenos candidatos es dominar la agenda y crear estados de ánimo. Es decir, conseguir que aquello de lo que se hable, en los medios y, en lo posible, en las tertulias de las cafeterías, sea de la materia en la que la opción partidaria de la que se trate tenga alguna ventaja de partida frente a las otras; y lograr transmitir a la ciudadanía una sensación que se haga comúnmente compartida ante determinada situación o momento. En esto último, la generación de estados de ánimo, algunos economistas también fían buena parte de la suerte de la gente, porque, a su entender, el agravamiento de las crisis procede de la reacción en espiral ante el temor inicial que suscitan (consumiendo menos, rechazando el riesgo del que el capitalismo necesita nutrirse, etc.); y al contrario, la recuperación se refuerza cuando los mensajes son positivos y propician una apariencia de reactivación que ayuda a echar a andar la maquinaria del sistema.
De todo ello seguramente hay una parte de verdad, en tiempos de profecías autocumplidas, comportamientos por imitación y reproducción viral de conductas y percepciones insospechadas. El problema sucede cuando el líder político y su excesivamente confiado equipo de comunicación creen que su cobertura mediática es tan poderosa y tanto su ascendiente sobre la población que pueden inaugurar periodos de bonanza o ahuyentar las crisis sólo con sus palabras. Cuando esto sucede, aparece la grimosa imagen del responsable público al que sus palabras le dejan fuera de la realidad, cuya credibilidad se pierde a chorros, mientras quizá se crea visionario o se sienta investido de la sacrosanta responsabilidad de Estado.

Lo único que desea una ciudadanía harta de hermosos vaticinios de futuro y cínicos llamamientos al sacrificio, es que la tomen por mayor de edad y no por mero objeto sensible a la demoscopia.

El último ejemplo de liderazgo fallido y comunicación contraproducente lo hemos podido contemplar estas semanas, con la clausura oficial de la crisis por parte de Mariano Rajoy (aprovechando un acto oficial con empresarios), de la que dijo que es, en muchos aspectos, historia. Efectivamente será historia porque la Gran Recesión, que así la llaman ya en algunos manuales, se ha llevado por delante una parte no pequeña del tejido productivo español, millones de puestos de trabajo, derechos laborales hasta hace poco considerados esenciales, políticas y servicios públicos y, lo más relevante, la cohesión social y la confianza de la ciudadanía hacia las instituciones. La desigualdad, que es el gran legado de la crisis, está aquí para quedarse, pone los cimientos de la próxima recesión (con una economía deflacionaria, el trabajo asalariado devaluado y un consumo e inversión debilitados) y ya deja una huella imborrable en la sociedad española. Yendo a la microhistoria, los ejemplos que cada uno puede conocer en su entorno más directo no son menos elocuentes de las heridas abiertas, en forma de precariedad, dificultades y desazón.
No se trata de catastrofismo o desesperanza, como arguyen quienes reaccionan frente a la crítica. Lo único que desea una ciudadanía harta de hermosos vaticinios de futuro y cínicos llamamientos al sacrificio, es que la tomen por mayor de edad y no por mero objeto sensible a la demoscopia. En nada ayuda el voluntarismo de dar la batalla por ganada cuando las consecuencias aún se padecen con toda su crudeza, existe un riesgo cierto de que los tenues signos de mejora no se consoliden y la austeridad ha dejado de ser una práctica presupuestaria para convertirse en estrechez endémica para muchas familias. Y, a lo peor, no es sólo es voluntarismo, sino abyecta propaganda para quienes, pese a todo, siguen dispuestos a ser abiertamente engañados.

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