Se aproximan las elecciones al Parlamento Europeo, con perspectivas poco halagüeñas sobre el nivel de participación esperado y el crecimiento de opciones electorales populistas y antieuropeas. La oportunidad para expresar mediante el voto la desazón por la falta de alternativas sólidas a la crisis económica o directamente para canalizar frustraciones colectivas puede dar nuevos bríos a candidaturas cuyo programa y trasfondo son como poco inquietantes.
Muchos ciudadanos siguen considerando estos comicios una convocatoria menor y propicia –si se acude a las urnas- para un voto menos apegado a la ortodoxia de las elecciones de carácter nacional. Y ello pese a que el Parlamento Europeo ha ido ganando en la arquitectura institucional de la Unión, reforma tras reforma, más peso y capacidad de decisión; y aunque, por primera vez, los partidos políticos europeos hayan tenido que designar previamente a su propuesta para la Presidencia de la Comisión (con destacados dirigentes políticos al frente de las candidaturas, como Jean-Claude Juncker, Martin Schulz, Guy Verhofstadt, José Bové o Alexis Tsipras) de acuerdo a su reforzada dependencia de la institución directamente emanada del pueblo.
Es digna de estudio politológico la paradoja europea. En la percepción de la ciudadanía está acertadamente extendida la convicción de que el grueso de las decisiones políticas que le afectan de una forma sustancial provienen de las instituciones europeas y, a fuerza de repetición por parte de los dirigentes nacionales (en el caso español, con particular intensidad), se asume que las agendas de los gobiernos de los Estados que integran la Unión están fuertemente supeditadas al cumplimiento de los compromisos adquiridos con los socios comunitarios, la Comisión Europea, el Banco Central o el Eurogrupo. En esta crisis tal dependencia funcional se ha elevado unos cuantos grados, especialmente en los países azotados por los desequilibrios macroeconómicos, con verdaderas renuncias al programa propio e inmolaciones políticas alentadas desde los centros de poder europeo (Zapatero, Papandreu, Berlusconi, Cowen o Sócrates).
La experiencia de la Unión Europea ha sido un proceso político enormemente minucioso, sometido a tensiones de toda naturaleza y netamente imperfecto. Pero aun así, el resultado es la organización de integración regional más avanzada y con aspiraciones más elevadas que ha dado la historia.
A la par, y aunque quede mucho por mejorar, son innegables los progresos dirigidos a superar el tradicional déficit democrático en la organización de los poderes públicos de la Unión. Claro que falta una conciencia política común más robusta y una dinámica de verdadera dación de cuentas a una opinión pública europea en formación como tal, pero en estas elecciones, si el aparente descontento de la mayoría o la fatiga frente a la dirigencia europea quisiese expresarse de forma constructiva y se tradujese en el resultado electoral, su decisión tendría efecto inmediato sobre las prioridades políticas de la Unión a través del Parlamento, indirectamente de la Comisión a la que estaría en situación de condicionar e indudablemente incidiría en los órganos que representan la vertiente intergubernamental de la construcción europea. De este modo, el ciudadano que tiene sus fundadas reticencias hacia la pesada maquinaria europea, sus dificultades para la toma de decisiones, su enorme aparato burocrático, sus repetidas contradicciones entre sus altos valores inspiradores y una praxis mucho más cuestionable, sus carencias estructurales en política exterior y de seguridad o su subordinación a una lógica económica desprovista de sensibilidad social, no debería desdeñar el poder efectivo que su participación tiene en el proceso electoral global de más envergadura y complejidad (más de 400 millones de electores en 28 Estados, para elegir 751 eurodiputados). Sin embargo, todo apunta a que la abstención será muy significativa y que a la hora de canalizar las legítimas decepciones que el proyecto europeo arrastra, multitud de electores o no se sentirán concernidos o preferirán expresar de forma insuficientemente reflexionada un voto de protesta, sin otro recorrido ni aspiración, en opciones inconsistentes (y en algunos casos directamente eurófobas y retrógadas).
La experiencia de la Unión Europea demuestra que labrar los acuerdos, echar a andar las políticas comunes y construir instituciones perdurables ha sido un proceso político enormemente minucioso, sometido a tensiones de toda naturaleza y netamente imperfecto. Pero que, aun así, el resultado es la organización de integración regional más avanzada y con aspiraciones más elevadas que ha dado la historia, en un continente que, precisamente, ha sido epicentro y origen de los desgarros más terribles y que sigue sometido a un difícil contexto económico (la dependencia energética y la desindustrialización son problemas de primer orden) y de seguridad (la inestabilidad en el Mediterráneo Sur y en el Este son ciertamente preocupantes), así como las amenazas disgregadoras e involucionistas que resurgen con fuerza. Toca comprometerse, como ciudadanos activos, con el sueño europeo, para que no se torne en nuestras conocidas pesadillas.