Hasta fechas no tan lejanas, helenizar significaba introducir las costumbres, cultura y arte griegos, en referencia principalmente al legado histórico que la Grecia clásica aportó al conjunto de la humanidad.
Muchas de las categorías filosóficas, estéticas y políticas sobre las que se edifica la civilización europea beben –entre otras-de esa fuente y por eso cualquier persona atenta que haya podido tener un acercamiento a las grandes referencias de cultura griega, aunque sea simplemente visitando la Acrópolis ateniense o aproximándose a su mitología, siente la emoción que otorga el contacto con las propias raíces. La evocación de la Grecia clásica, con mayor o menor fortuna y sinceridad en quien ha hecho uso de ella, ha servido históricamente para exaltar la razón humana y el progreso, a veces contraponiendo el impulso modernizador de pensamiento, artes y ciencias frente a las pulsiones de la barbarie por muy tradicional que ésta sea. El joven Joyce que en septiembre de 1904 pretendió nada menos que fundar un polo de helenización de la atávica Irlanda en una vieja torre defensiva cercana a Dublín es muestra de esa confianza en la fuerza transformadora de la cultura clásica; por cierto, aunque su disparatado y visionario proyecto no durase más que una semana (¡y acabase a tiros!), al menos le aportó materia narrativa para construir el personaje de su alter ego Stephen Dedalus y relatarnos retazos de su fugaz aventura helenizadora entre las muchas tramas de su Ulises.
Nadie debería recurrir por estos pagos al desprestigio sistemático de Grecia, propio de quien se cree en condiciones de mirar por encima del hombro como forma de inútil alivio momentáneo ante los propios problemas.
No deja de ser chocante que, en nuestros días, con una mezcla de desprecio, desafío y crueldad, algunos representantes públicos arrojen a la cara de los contestatarios el pretendido insulto de «helenizadores», aunque sea con un sentido bien diferente, reducido al mezquino deseo de denostar todas las protestas frente a medidas que están provocando un preocupante deterioro social y un empobrecimiento masivo de los trabajadores en aquel y en este país. Detrás de ese argumento se encuentra, por un lado, una peligrosa intolerancia hacia el derecho de los ciudadanos a expresar su disconformidad, acompañada de la consiguiente criminalización de quien quiere ser consecuente con su disidencia; y, por otro lado, la arrogancia de quien se atreve a descalificar por sistema a todo un país, Grecia, como si esta clase de estigmatización no tuviese repercusiones. Al igual que no ha sido precisamente placentero soportar la comparación que el vencido Sarkozy pretendía establecer respecto a la situación de España y la que, según sus predicciones, azotaría a Francia si caía derrotado, nadie debería recurrir por estos pagos al desprestigio sistemático de Grecia, propio de quien se cree en condiciones de mirar por encima del hombro como forma de inútil alivio momentáneo ante los propios problemas. Esta clase de descrédito, al que nos hemos acostumbrado en los últimos meses, tiene, además, una inquietante pretensión, porque abre la puerta a considerar a la sociedad griega poco menos que incapaz de regirse por sí misma, tratando de reducirla a la mera condición de paciente -en estado crítico- postrado en la mesa de operaciones de las instituciones financieras europeas e internacionales y obligado a sus cuestionables terapias. Al instalarse la retórica de la admonición y la advertencia del castigo, como si la sociedad griega fuese menor de edad, cualquier llamamiento a la responsabilidad y al cumplimiento de compromisos con la UE y el FMI se vuelve una provocación que ha despertado en una sociedad frustrada las pasiones más elementales, con la radicalización consiguiente.
Ahora, incluso se valora desenganchar a Grecia del proyecto europeo, lo que significaría abrir la puerta a una involución potencialmente contagiosa y de recorrido incierto y a reconocer que todos los sacrificios de las medidas aplicadas junto a los planes de rescate fueron hechos en vano, dejando a un socio abandonado en una barquichuela a merced de la tempestad y encima cargando sobre sus hombros la marca de la culpa. Vista la pendiente descendente en la que nos encontramos, evitar que esto suceda no es sólo cuestión de justicia sino de defensa propia, en una Europa siempre capaz de resucitar a sus propios demonios.