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jueves 21, noviembre 2024

Tomarse en serio el problema de la energía

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De entre las medidas adoptadas por el Gobierno del PP desde su victoria electoral en noviembre de 2011, una de las que mayor factura acabará pasando a este país es la contrarreforma energética emprendida, cierto es, con determinación, casi diría que con saña.
Y no me refiero sólo a las consecuencias que pueden deparar los numerosos litigios en los que inversores internacionales cuestionan la aplicación retroactiva de la retirada parcial de los incentivos a las energías renovables, situación en virtud de la cuál España compite en 2014 por el liderazgo en el ranking de procesos iniciados en su contra en el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativo a Inversiones, dependiente del Banco Mundial; o a los desajustes que comportaría cualquier pronunciamiento judicial a favor de los recursos que las empresas energéticas de toda condición y un buen número de Comunidades Autónomas han venido interponiendo frente a las principales piezas del engranaje jurídico de la contrarreforma.
Más allá de lo contingente, con ser de por sí graves sus repercusiones, lo que se dilucida es la capacidad de España para tener una industria energética que facilite condiciones competitivas adecuadas al conjunto de su tejido económico, que evite que su dependencia continúe pesando sobre la propia capacidad del país para decidir con libertad sus relaciones geoestratégicas y que esté en condiciones de propiciar un cambio de modelo hacia una producción energética renovable y sostenible medioambientalmente. Mejor decir lo que se dilucidaba, porque el Gobierno, pensando a corto plazo únicamente en atajar el déficit tarifario del sistema y en absoluto en cualquier otro de los vectores en liza, ha tomado decisiones que hipotecan el futuro de España y frustran las grandes esperanzas alumbradas en años pasados.

Lo que se dilucida es la capacidad de España para tener una industria energética que facilite condiciones competitivas adecuadas al conjunto de su tejido económico, para decidir con libertad sus relaciones geoestratégicas y propiciar un cambio de modelo hacia una producción energética renovable y sostenible medioambientalmente.

Así sucede con el mencionado recorte, incluso con efectos retroactivos, en los incentivos a la producción de energía en lo que hasta la Ley 24/2013, del Sector Eléctrico, se conocía como el régimen especial, frustrando el importante desarrollo alcanzado cuando se comenzaban a recoger los frutos del esfuerzo realizado y expulsando a inversores, tecnólogos, ingenierías, fabricantes y constructores fuera del mercado español, rumbo a otros destinos en los que aún se actúa consecuentemente con el objetivo de una industria energética sostenible y con el cumplimiento de compromisos en materia de reducción de emisión de gases de efecto invernadero. Lo mismo con el abandono de la idea de convertir a la producción en centrales de ciclo combinado en garante subsidiario de la continuidad del suministro, estando en la actualidad el importante parque construido en los años previos al inicio de la crisis bajo mínimos de actividad y las inversiones previstas, paralizadas o abandonadas. Y, en lo que se refiere al sector de hidrocarburos, igualmente estratégico para la seguridad energética, el estrangulamiento persistirá, pese a la importante capacidad refinera, mientras un país con escasas reservas haya dejado en la estacada el potencial sustitutivo del vehículo eléctrico o del sector de los biocombustibles (en España sólo opera en la actualidad aproximadamente el 10% de la capacidad productiva instalada de las fábricas de biocombustibles), precisamente cuando en otros países se avanza en el cumplimiento de los objetivos de la Directiva Europea 2009/28/CE de Energías Renovables, favoreciendo además a los biocombustibles avanzados y certificados cuya materia prima no incide en el mercado alimentario ni en el cambio indirecto del uso del suelo.
Por otra parte, poco se hace en el sector eléctrico para acabar con el falseamiento de la competencia, la especulación asociada a la compraventa de energía o de deuda titulizada del sistema, o con los efectos perversos del oligopolio dominante, por cierto sin participación pública en ninguna de las empresas de referencia (contrariamente a las posiciones accionariales relevantes, aunque no siempre mayoritarias, que otros Estados de la Unión Europea todavía mantienen respecto de las eléctricas de más arraigo en sus respectivos países). Cierto es que el temor reverencial a impulsar medidas que verdaderamente garanticen la competencia tuvo la notable salvedad del golpe en la mesa para evitar que la repercusión en el recibo de la luz de las disfunciones del modelo de subasta CESUR (Contratos de Energía para Suministro de Último Recursos) provocase un estallido social en toda regla, pero el problema de fondo persiste.
En este escenario el Gobierno sigue lidiando con lo que considera urgente (manejar el déficit de tarifa, moderar el gasto asociado al apoyo a las renovables, permitir las prospecciones en el entorno de Canarias, algunos gestos a la galería, etc.) mientras olvida lo importante y borra de un plumazo las expectativas de cambio alumbradas en los años previos a la crisis. Así las cosas, no hay superación posible de la dependencia y, consecuentemente, la debilidad de España se acrecienta mientras las incertidumbres globales asociadas al control de las materias primas y los mercados energéticos continúa incrementándose.

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