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sábado 27, abril 2024

Capítulo XI: La Tribu sin Ancianos

Adolfo Lombardero
Adolfo Lombardero
Escritor de "La Ayalga: el tesoro de Asturias"

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—Falta una estrella en la constelación de La Barca —dijo un esclavo llamado Rorel mientras señalaba un punto del cielo.

—Cuando las estrellas descienden traen a los dioses consigo. Muy pronto ocurrirá una desgracia… —respondió con tono enigmático una anciana encadenada a otro grupo de esclavas cercano.

Tras largas lunas de calamidades, el frío y duro metal de la cadena era un peso que en ocasiones pasaba desapercibido, como algo inherente al existir; otras veces, en cambio, el pesar de aquella argolla se antojaba como una losa para el espíritu libre de Athal, cuyo único consuelo consistía en mirar las estrellas del firmamento con añoranza.

En la cantera siempre había al menos siete cadenas para los hombres y cinco para las mujeres. Los esclavos eran encadenados en grupos de diez o doce personas. Aquello suponía una auténtica condena, pues una vez que alguien era anillado en la fila, nunca más volvía a ser liberado de aquella atadura. Cuando alguno de los “eslabones” perdía la vida en la cantera, rápidamente era reemplazado y su cuerpo arrojado al mar por el acantilado sin ningún miramiento.

Por las noches los encadenados eran conducidos al recinto de la ensenada: un llano amplio, yermo y rodeado de una alta empalizada de troncos puntiagudos en cuyas esquinas rezaban sendas torres de vigilancia.

Cuando alguno de los “eslabones” perdía la vida en la cantera, rápidamente era reemplazado y su cuerpo arrojado al mar por el acantilado sin ningún miramiento.

Los captores sabían hacer bien su trabajo.

Los grupos de esclavos se desperdigaban por el recinto a la hora de dormir y, cuando les permitían encender fuego, se reunían en torno a la hoguera. Los más ancianos narraban en voz baja largas historias acerca de Los Primeros Hombres y la Era de los Sueños.

No les estaba permitido cantar ni rezar. En una ocasión un esclavo recién llegado había comenzado a entonar un murmullo, un bello son de su tierra; aquel hombre, sin maldad alguna, recibió una pedrada en la cabeza a cambio de tan hermosa melodía y falleció a causa del tremendo golpe varios días después.

La naturaleza inhumana de aquel atroz cautiverio había forjado curiosas alianzas entre los grupos y las personas. La obligación de moverse y actuar al unísono de la cadena había logrado en ocasiones una compenetración similar al baile, una organización de gran destreza en los movimientos con el fin de lograr efectividad en el trabajo y evitar así, en la medida de lo posible, el látigo sibilante de los capataces. El mero hecho de estar a la cabeza de la fila, en uno de sus extremos, conllevaba cierta responsabilidad y era un puesto que se solía cubrir con los esclavos más veteranos. Athal ocupaba el segundo lugar de su cadena en un grupo de nueve “eslabones”, compuesto por hombres variopintos de diferentes procedencias y edades.

A ambos lados de Athal se encontraban condenados Onnig y Yantal.

Por delante de Athal, y en el extremo de la cadena, estaba encadenado el hombre llamado Onnig.

Onnig era un buen hombre, un excelente cabeza de grupo. Había logrado sobrevivir seis inviernos a las duras condiciones del Nial. Athal y el resto de encadenados lo respetaban y acataban sus decisiones. Era un hombre entrado en edad y esto había mermado su capacidad para el trabajo, aunque su experiencia en las rutinas de la cantera había salvado la vida de muchos esclavos en más de una ocasión, y es por esto que sus consejos eran tenidos muy en cuenta también entre los demás grupos.

Por detrás de Athal se hallaba encadenado Yantal, un joven realmente corpulento, de gran envergadura, capaz de levantar las rocas más pesadas de la cantera con sus brazos. Acompañaba su fuerza siempre con una sonrisa amable y un carácter bonachón. Los dioses lo habían privado del don del habla y para los demás “eslabones” era evidente que Yantal no era muy inteligente; aun así, todos le perdonaban sus inocentes torpezas y lo trataban cariñosamente, pues la predisposición que mostraba aquel fortachón para levantar las rocas más grandes aliviaba bastante la carga del trabajo al resto del grupo. Se había ganado el corazón de sus compañeros gracias a su carácter afable y a sus músculos.

Los dioses habían privado a Yantal del don del habla y para los demás “eslabones” era evidente que Yantal no era muy inteligente; aun así, todos le perdonaban sus inocentes torpezas y lo trataban cariñosamente, pues la predisposición que mostraba aquel fortachón para levantar las rocas más grandes aliviaba bastante la carga del trabajo al resto del grupo.

Durante la estación de Stía, cada seis o siete días, los guardias conducían a los esclavos a la orilla del mar para permitirles un necesario baño. Para Athal y su grupo era crucial aprovechar plenamente aquel momento de higiene, y aún con las cadenas rodeando sus tobillos, todos se introducían en el mar hasta la cintura para disfrutar del baño y la dignidad que les brindaba el hecho de permanecer limpios, al menos en los siguientes días. Aquel era un motivo de relativa felicidad para los cautivos; había algún que otro chapoteo, bromas e incluso alguna mirada furtiva entre los esclavos y las esclavas más jóvenes. Los guardias, armados y a caballo en todo momento, permitían a los grupos cierto asueto durante el baño, observando a los encadenados desde la orilla y a sabiendas de que nadie en su sano juicio trataría de escapar a nado con la pesada cadena anillada.

Athal estaba acostumbrado al silencio de Yantal y a recibir fuertes tirones desde el lado de ese “eslabón”. En ocasiones, durante el baño, el resto de hombres del grupo jugaba con Yantal a tirar de la cadena en una especie de competición de fuerza desigual, en la que el grandullón siempre acababa arrastrando a los seis hombres con facilidad. Era algo que Yantal disfrutaba enormemente. A veces fanfarroneaba y permanecía inmóvil con los brazos cruzados mientras que los demás tiraban con fuerza para intentar desplazarlo, sonreía plenamente feliz observando el esfuerzo de los demás y cuando decidía que era el momento, los arrastraba a todos sin emplear demasiado empeño. Onnig y Athal animaban a Yantal desde el otro lado de la cadena y siempre acababan soltando una fuerte risotada cuando todos se caían irremediablemente al agua.

Uno de aquellos soleados días, durante el baño y aprovechando el ruido de la algarabía, Onnig trató de ahondar en el espíritu de Athal con el afecto propio de un padre y entabló una solapada conversación que pasó desapercibida para el resto.

—Llevas la marca del oso, pero tienes nombre de lobo… Curiosa mezcla… Tranquilo muchacho, tu identidad está a salvo conmigo.

Athal miró directamente a Onnig a los ojos y contestó:

—No sé a qué te refieres.

—Ulf-Hed-Nar, “La Tribu sin Ancianos”. Lo sé desde el mismo día en que te anillaron. No temas, no se lo diré a nadie. Será nuestro secreto —Onnig hablaba en voz baja para no ser escuchado por los demás—. Una vez, cuando yo aún era joven, conocí a uno de los tuyos. Acabó él solo con la vida de una docena de maleantes que tomaron nuestra aldea como guarida. Nunca lo olvidaré.

Hizo una pausa para asegurarse de que nadie les prestaba atención mientras los demás se proponían tratar de mover a Yantal.

—Aunque te esfuerzas por esconder tu condición tras tu juventud, tarde o temprano tu verdad y tus ancestros hablarán a través de ti. Es inevitable.

Athal bajó la mirada y su silencio dejó la razón del lado de Onnig.

—Eres poco hablador. Eso me gusta —dijo el viejo con tono paternalista y el atisbo de media sonrisa asomando por su cara.

—Hay situaciones que cambian la vida… Entonces empiezas a contar el tiempo a partir de esos sucesos… Hay un antes de “aquel” momento y un después… En ocasiones presientes cuando se acerca uno de esos cambios. No presentí estas cadenas…, y supongo que por eso ahora estoy aquí —respondió Athal apretando la mandíbula al tratar de sincerarse.

“Una vez, cuando yo aún era joven, conocí a uno de los tuyos. Acabó él solo con la vida de una docena de maleantes que tomaron nuestra aldea como guarida. Nunca lo olvidaré”

El viejo Onnig se alegró de entablar conversación después de varias semanas en las que habían dedicado su comunicación exclusivamente a los quehaceres del trabajo y la convivencia.

—Tu alma arrastra un peso mayor que estas cadenas, Athal. Es tremendamente obvio… ¿Sabes?, las personas fuertes son las que continúan sea como sea. Sin importar lo que encuentren, sin importar lo que pase. Enfrentándose a sí mismos si hace falta. Nunca te he visto rendirte ni quejarte, supongo que es lo que os enseña la tribu desde niños…

—Aquí aprendí que “pase lo que pase” sí importa. Importa lo que sucede cuando me ciega la ira… casi no recuerdo el rostro de mi padre. Él siempre trató de llevarme por La Senda hasta que llegó al final de su camino.

—La Senda… —repitió Onnig en un susurro— El Ber-SenDai*… —añadió meditabundo y con cierto brillo en los ojos—. Entonces tu padre debió de vivir como un verdadero Hijo de los Primeros Hombres…

—Y también mi abuelo, y su padre y todos los antepasados de mi linaje… Todos excepto yo.

—¿Y por qué habrías de ser una excepción? No pretendo indagar en tus asuntos, entiéndeme. Supongo que te tranquilizará saber que nuestros captores desconocen la naturaleza de nuestra historia… Nunca entenderán cosas de nuestras costumbres como La Tribu sin Ancianos o La Gran Memoria… Ni siquiera han intentado comprendernos, simplemente han traído a sus dioses hasta aquí para acabar con todo lo que no sea el oro y…

—No soy digno de llevar la marca —atajó Athal bajando la cabeza apesadumbrado.

—¿Y por qué no?

Athal dirigió una mirada llena de lágrimas a la argolla que rodeaba su tobillo.

—Tonterías. Esto acabará mucho antes de lo que imaginamos… Mira, quiero que me prometas una cosa.

—Si está en mi mano, dalo por hecho —respondió Athal sin dilación.

—Cuando llegue el momento, cuando ocurra lo que tiene que pasar… Recuerda que estoy de tu lado… Procura no acabar conmigo, ¿vale?

—Yo nunca te haría daño, Onnig, lo sabes.

Aquellas palabras resonaron con El Todo como un presagio traído por el viento y, de repente, los esclavos volcaron su atención en un punto del campamento del Nial: todos pudieron ver una columna de humo negro salir del centro de la empalizada. Los guardias giraron sus caballos para observar la escena sin percatarse de lo que estaba sucediendo cuando un cuerno de guerra sonó alertando a los soldados.

Athal y los demás miraron a Onnig esperando una orden mientras todos los esclavos salían del agua entre los gritos y los latigazos de los jinetes.

“¡Kobí se ha equivocado!”, “¡Es la tribu del Pes!”, “¡Los montañeses han venido a liberarnos!”, todos gritaban enloquecidos de entusiasmo sin saber muy bien cómo actuar.

Los ocho jinetes que custodiaban a los esclavos no eran capaces a reducir la turba que se había preparado en la orilla de la playa.

Comenzó a reinar el caos.

Aquellas palabras resonaron con El Todo como un presagio traído por el viento y, de repente, los esclavos volcaron su atención en un punto del campamento del Nial: todos pudieron ver una columna de humo negro salir del centro de la empalizada.

Los cuernos de guerra sonaban apremiantes. Desde la playa podía escucharse perfectamente el sonido de la batalla, que sin duda estaba teniendo lugar en el campamento militar. Athal dedujo que los montañeses habrían atacado por sorpresa.

La situación en la playa no era mucho mejor. Un grupo de encadenados se atrevió a agarrar las riendas del caballo de uno de los jinetes, que daba latigazos desesperadamente sin mucho acierto. Athal pudo oír el gorgoteo del guardia cuando entre diez esclavos lo desmontaron y sumergieron su cabeza bajo las aguas para ahogarlo. Los demás soldados de la playa, claramente superados en número y previendo lo precario de su suerte, pronto dejaron los látigos a un lado y desenvainaron sus espadas, con la clara intención de aprovechar su montura y cargar mortalmente contra los encadenados antes de perder el control de la situación. En poco tiempo murieron varios hombres pisoteados por los cascos de la caballería y los filos de las espadas, aunque el resultado de la contienda en la playa se pronosticaba claramente desfavorecedor para los captores.

—Te lo dije muchacho —dijo Onnig con nerviosismo—, esto acabará mucho antes de lo que imaginamos.

—Pero… yo no soy guerrero…

—Muy pronto vas a serlo.

Yantal parecía asustado, se tapaba los oídos para no escuchar los gritos y buscaba la mirada de Onnig a la espera de alguna instrucción. Athal pronto reparó en el problema que supondría tener que arrastrar a Yantal en caso de que el gigante entrase en pánico. Lo mismo debió pensar uno de los jinetes que desde lejos comenzó la carga enarbolando su espada en dirección al grupo del fortachón.

Todo sucedió demasiado deprisa para Athal.

Onnig y los demás intuyeron la intención del jinete y el viejo le dirigió a Yantal una orden que sacó al grandullón de su indecisión.

—¡Vamos Yantal!, ¡Si alguien puede detenerlo, ese eres tú!

El grandullón adoptó una postura desafiante para recibir la carga del animal con todo su cuerpo mientras los demás encadenados observaban incrédulos cómo iban a recibir el impacto.

El choque fue brutal.

El forcejeo entre la bestia y los nueve hombres encadenados se convirtió en una maraña de golpes, gritos y estocadas que el jinete trataba de repartir a ambos costados. El grupo fue arrastrado varios pasos por el embate. El caballo llegó a detenerse ante la fortaleza del enorme Yantal y gracias al esfuerzo colectivo que, sumado al enredo de las patas del animal con la cadena, lograron desequilibrar a montura y jinete, derribándolos. Entre todos lograron desmontar al atacante y el caballo por fin huyó al galope mientras los esclavos acababan con la vida del guardia.

Los esclavos trataban de romper las cadenas por todos los medios para poder huir de aquel infierno. Pronto los grupos menos organizados comenzaron a pelearse entre sí por las espadas y los aperos de los jinetes.

Uno de los hombres del grupo recogió la espada del suelo y comenzó a golpear la cadena una y otra vez con la intención de partirla y liberarse.

Tanto en la playa como en el campamento del Nial la actividad era frenética.

Los esclavos trataban de romper las cadenas por todos los medios para poder huir de aquel infierno. Pronto los grupos menos organizados comenzaron a pelearse entre sí por las espadas y los aperos de los jinetes.

Hubo varias desbandadas. El segundo grupo en tratar de huir intentó hacerlo aún sin liberarse de las cadenas y pereció bajo una nube de flechas a pocos metros de la empalizada.

Athal trató de asimilar la nueva situación.

Miró a Yantal y pudo ver que se encontraba bien. El hombretón se frotaba el hombro y sonreía como de costumbre, igual que lo hacía siempre que demostraba lo fuerte que era. Estaba bien, salvo por algunas magulladuras producidas por los cascos del animal y el evidente nerviosismo.

No era el caso de Onnig. Athal se apremió a presionar la herida que sangraba a borbotones por el costado del viejo. Ni siquiera se percató de haber sido liberado de la cadena mientras abrazaba a su amigo y se despedía para siempre de él con la mirada llena de lágrimas y la ira invadiendo su corazón. La sangre y la vida de Onnig se diluyeron en el agua de la orilla junto a su último aliento.

La consciencia de Athal se vio entonces nublada por un incontrolable sentimiento de odio y rabia que creció desde su interior y que rápidamente se abrió paso a través de su cuerpo, como un escalofrío aterrador, apoderándose por completo de él.

Athal

Athal nunca pudo recordar nada más de aquel día, pero fueron innumerables las canciones que relataron durante eras cómo un auténtico Hijo de la Tribu sin Ancianos había aparecido en la batalla del Nial, acabando con la vida de más de cien hombres y sin más ayuda que la de sus propias manos desnudas.

Cuentan las leyendas de aquel hombre que poseía la fuerza de un oso, que aullaba y se movía como un lobo, presa de su propia ira; ignorando el dolor que le producían sus heridas.

Todos pudieron ver como desaparecía en el bosque tras el frenesí de la matanza, bañado en vítores montañeses y en la sangre de sus enemigos.

En busca del retorno a La Senda.

(Continuará…)


*“Ber-SenDai”: El camino de la Ira.
“Ber” (Camino) – (Otras acepciones de la etimología refieren la raíz Bern= oso)
“Sen-Dai” (“de la ira”) – (La degradación de la lengua antigua deriva el antiguo vocablo “Sen-Dai” (“de la ira”) en la palabra “Senda” haciendo alusión al carácter de su significado como un camino a recorrer.

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