A veces hay que ser un poco iluso para afrontar la realidad. Si encima uno se dedica a algo tan intangible como el sector cultural, ya sea de forma profesional o desinteresada, el tema roza la candidez. Y surgen tópicos como “con la que está cayendo” o “en los tiempos que corren” para marcar unas líneas que muchas veces priorizan lo imprescindible y desprecian lo necesario. Efectivamente: los libros no se comen, los idiomas no cotizan en bolsa y, seamos serios, nunca una poesía ha cambiado el mundo. No es que la cultura esté en crisis, sino que vive en ella, eternamente sometida a las pulsiones entre pragmáticos y soñadores.
Por eso produce admiración, y hasta ternura, que aún haya quien apueste su futuro a un libro y tenga los redaños de armar un proyecto editorial, e incluso convertirlo en su medio de vida. Impresiona que haya quien pelee por reivindicar la palabra, escrita y hablada, defendiendo el propio idioma frente a unas agresiones que otros minimizan por lo de siempre, porque hay problemas más acuciantes.
Podemos, si hace falta que nos pongamos prosaicos, tirar de cifras para demostrar la viabilidad de un sector que ha sido capaz de generar una industria modesta pero seria, que sumando ramos anda sobre el 3,5 del PIB nacional, más un creciente turismo basado en propuestas culturales más que en ofertas de temporada. Podemos añadir obviedades como que el progreso viene de la mano del conocimiento y de la educación, mientras que el miedo y el inmovilismo nacen de la ignorancia. Pero sobre todo hay que insistir en que sin alguien que investigue, que arriesgue y que nos rete a pensar un poco más allá, este mundo sería muchísimo más triste de lo que es. Y eso sí que no.