No nos tocaba, pero ahí vamos de nuevo a depositar el voto. ¿Por qué? Básicamente por malgobierno, por los intereses de unos sumados al desinterés de otros.
Por mil y una razones excepto la fundamental: para hacer una consulta seria a los ciudadanos, escuchar lo que tengan que decir y obrar en consecuencia.
Asturias va a gastar un tiempo que ya no tiene y un dinero que tampoco hay en organizar unas elecciones que traten de enmendar el desastre que fueron las anteriores. Vamos a pasar un mes de marzo inmersos en precampaña, campaña y poscampaña, con el regusto amargo de lo inútil y el timo. Un mes de marzo entretenidos, pues, en políticas. Un mes de marzo que, como el anterior y el anterior y el anterior debería estar destinado íntegramente, veinticinco horas al día, a pensar salidas para Asturias, crear posibilidades, trazar caminos que nos saquen de este estancamiento.
Es comprensible que estemos observantes, preguntándonos cuál será el resultado bueno, o el menos malo, o siquiera el que logre conformar un gobierno que gobierne. A estas alturas, sería bueno que tanto políticos como ciudadanos renovásemos el sentido del voto como forma de participación democrática. Los primeros, dándose cuenta de que el Gobierno autonómico no es un patio de colegio en el que caben escaramuzas y zancadillas. Deben asumir que su obligación es ponerse de acuerdo, aunque sea en lo mínimo, puesto que representan a la sociedad, que también es diversa y también está obligada a entenderse para hacer posible la convivencia. Representarnos es una responsabilidad, un servicio. No es un puesto honorífico ni un sillón vitalicio ni un escenario para megalomanías.
Por otra parte, la ciudadanía debe ser consciente de que la democracia pasa por horas bajas, mezcla de desconfianza, de aburrimiento y de un pesimismo que mucho tiene que ver con el complicado momento económico y social que vivimos. Si algo hay que reclamar al ciudadano es que no ceda al cansancio y que actúe con responsabilidad. Que vote, sí, pero sobre todo que no descanse después en la creencia cómoda de que todo está hecho. Después de las urnas comienza el trabajo más importante y más descuidado, que es vigilar de cerca que las cosas vayan por donde tienen que ir, que el político gestione lo público sin olvidar que sirve a la sociedad y no a otras causas más particulares.
Como siempre, hay varias opciones: dejar que hable el escepticismo o dejarse sorprender. El primero nos dice que, total, para qué. Que son los mismos de siempre, que van a lo mismo de siempre y que no hay margen de maniobra. La sorpresa, sin embargo, está viniendo de la calle, de la gente. Movimientos ciudadanos que, más o menos modestos, están tomando fuerza: gente que en vez de esperar, hace, que habla y espera que se la escuche. Pequeñas revoluciones que van naciendo; algunas con desaciertos, sí, pero también llevan años cometiéndolos los políticos y aquí, a la vista está, no ha pasado nada. Y ha habido grandes aciertos: el más importante, dejar claro que la gente está aprendiendo a no quedarse quieta, a que su papel va más allá que una papeleta testimonial cada cierto tiempo.
Así que, siendo optimistas, a lo mejor aún queda algún político que pueda sorprendernos. Y si no, siendo escépticos, esperemos que haya ciudadanos que sepan exigírselo.