Amanecía entre el canto de un gallo y los coros de animales ocultos entre las ciénagas, con el miedo ya macerado de sus cantos. Un cuenco de leche, caliente por la ubre de una cabra, nutría los cuerpos de cuatro niños que se peleaban por la nata que flotaba sobre la escasa leche; a veces, si sobraba pan de hace tres días en la casa del señor, sus padres les sorprendían y ese día era considerado fiesta.
Él no soñaba con esa vida adulta que solo servía para servir a un señor al que ni le importabas. Emiliano soñaba con cambiarlo todo, su mente era una revolución de ideas sin esperanzas por la edad de su cuerpo.
Amanecía otro día más, sin alguna escritura que lo modificase con respecto al día de ayer. Sus padres calentaban la poca leche que tenían para alimentar a sus cuatro hijos (ellos solían desayunar en la casa de los señores); Emiliano y sus hermanas tenían la tarea de atender la huerta pequeña y los animales de Miracielos con los demás niños, y solían estar vigilados por los ancianos de Miracielos.
-¿Y que hiciste?... –le preguntaba Emiliano–. -Espera, no seas impaciente Lian, vamos a llevar las gallinas al corral porque está atardeciendo, mañana seguimos... Los días eran cortos cuando Alfredo le contaba sus vivencias.
Anochecía en Miracielos y Guardián de las llaves, como Emiliano llamaba al vigilante que hacía guardia de noche para que ningún depredador se abasteciese de las pocas provisiones que tenía la aldea, llevaba a cabo su ordenanza.
El pueblo queda en silencio a merced de los ruidos de animales depredadores acercándose.
¿De cuánta utilidad te ha parecido este contenido?
¡Haz clic en una estrella para puntuarlo!
Promedio de puntuación 4 / 5. Recuento de votos: 2
Hasta ahora, ¡no hay votos!. Sé el primero en puntuar este contenido.
