Mientras Emiliano y sus tres hermanas buscaban alimentos para traer a casa, horas interminables entre ciénagas y campos llenos de frutos silvestres, su infancia se diluía con la madurez de subsistir en un mundo vacío de lujos de los cuales disfrutaba el señorío donde sus padres dejaban horas de sufrimiento.
Emiliano era un niño diferente a los demás que vivían en Miracielos, reservado, con pocas palabras, pero con una visión alejada de lo escrito para su edad, que comprendía en aprender a usar la azada o la hoz para abastecer al señorío.
Sus conocimientos no eran más que los de un niño de 8 años que no sabía leer, pero su impaciencia por ser como esos Señores que dignificaban la vida de sus padres, le hacía ser impaciente con su edad y, viendo que sus amigos se conformaban con un trocito de pan y raíces, más ganas tenía de cambiar su futuro y hacer oídos sordos a su destino escrito en apero de agricultor. Él sentía que sus inquietudes no podían quedarse entre senderos adornados por semillas, que serían su comida en un futuro si el tiempo lo permitiese.
Él quería algo inmediato y, aunque su edad no le permitió su hazaña, pues la inocencia de la vida adulta le hacía tener miedo por su vida y sus sueños, sus inquietudes empezaron a crearse en su cama, pues no gozaban de habitaciones para cada hermano. Su casa, sin paredes que dividan estancias, sin poder ocultar secretos o gemidos de adultos. Su cama, hecha de sacos de arpillera, estaban garabateados de símbolos que él inventaba dado que nunca aprendió a escribir ni leer, dado que Miracielos carecía de escuela. Según el gobernador, no era productivo el conocimiento sino el trabajo sin importar la edad.
Su madre, cada mañana, daba vuelta a ese saco garabateado para que su padre no lo viese, si eso sucediera sería el inicio...
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